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UN DÍA DE TRABAJO

Hace más de cuarenta años que vivo en esta ciudad. Recuerdo aquellos días en los que escuchaba las risas de los niños en el parque del barrio, los cumpleaños de mi hermana cuando todos los vecinos se reunían afuera de su casa esperando la porción de pastel, y cómo antes de montarme en el carro saludaba con un movimiento de mano a mis vecinos.

Cuando iba al trabajo, era tanto el tráfico de vehículos, que mientras esperaba a que cambiara el semáforo, me entretenía viendo a los jóvenes acróbatas que se hacían en medio de la cebra de la calle. Solía ir los domingos al famoso cerro de la ciudad, allí contemplaba una pequeña réplica de un pueblo típico de Antioquia. ¡Qué maravilloso sería si nada de esto hubiera ocurrido! Antes veía a las personas en las calles, ahora veo a unos cuantos animales. La rutina de todos ha cambiado y de alguna forma nos ha afectado; hasta a mí que creo que nada puede sorprenderme…

Un lunes fui a trabajar, al llegar al edificio me quedé unos segundos mirando su aspecto sencillo y, aunque me sentía cansado, me motivaba la idea de que ellos aun confiaran en mis procedimientos de laboratorio para el estudio de los microorganismos. Al entrar me senté a desayunar en una banca que estaba en el corredor contiguo a mi oficina; cuando terminé fui al baño a cepillarme los dientes y, mientras lo hacía, pensé en la gran responsabilidad que tenía con el trabajo y con la ciudad. Luego, al entrar a la oficina, un compañero que disfrutaba molestarme me dijo, sin ninguna variedad, porque siempre decía lo mismo: 


—¡Deja de hacer esos procedimientos, se implementaron hace más de un siglo! 

Yo tan solo me quedé en silencio y pensé que era verdad que mis procedimientos eran un poco obsoletos, pero sin ellos no existirían los procedimientos nuevos.

Caminé a mi escritorio y contemplé que el laboratorio era bastante pequeño: las paredes, el piso y el techo eran realmente blancos. Las cuatro ventanas que estaban entre la pared y el techo tenían cerraduras, solo se abrían cuando el ventilador se dañaba. Me agradaba ver cómo las puertas se cerraban automáticamente. Justo, en la entrada, estaba el interruptor de luz, y cuando lo encendía todo quedaba tan iluminado que podía verse con claridad las señales de riesgo pegadas en las paredes. Desde mi escritorio podía ver todo lo que contenía el laboratorio, rodeado de mesas, fregaderos, vitrinas, placas de petri y demás implementos para analizar el mortal virus. 

Estar allí me permitía sentirme cómodo y hacer mi trabajo me gustaba. Era habitual en mí trabajar sin descanso, tal vez por eso cuando inicié mi tarea de observar el virus a través del microscopio, me entretuve tanto que no me percaté del tiempo que había pasado. Cuando revisé el reloj me di cuenta de que eran las seis de la tarde, el café que me habían llevado al medio día estaba frio y aún se encontraba una pera a medio comer en un plato pequeño. Alejado de la observación del virus y sorprendido por el tiempo que había pasado concentrado, sentí el cansancio en forma de dolor de espalda y una leve sequedad en los ojos, que comencé a abrir y a cerrar constantemente para refrescarlos. En ese abrir y cerrar de ojos me percaté de la soledad que había en el laboratorio, todos mis compañeros se habían ido. Yo, aunque estaba cansado, aún no había terminado mi trabajo y no podía irme. Me paré de la mesa, caminé tratando de sacar energías; luego regresé y me di alientos para descansar un poco antes de continuar, entonces apoyé la cabeza sobre mi mano derecha, miré de lejos las ventanas, cerré los ojos y, contrario a lo que esperaba, entré en un profundo sueño:

Me encontraba sentado mirando el microscopio, cuando me pareció escuchar un ruido y aparté mi vista. Sabía que algo volaba sobre mí, miré hacia arriba y pensando que se trataba de una tortolita encendí el interruptor de luz; al volver a mirar vi que se trataba de un pequeño murciélago de color café. Al sentir la luz, empezó a volar perdidamente por todos los lugares del laboratorio. A pesar de que yo estaba un poco asustado decidí quedarme de pie en el centro del laboratorio y extender mi brazo izquierdo, sin mover ningún otro músculo.

Después de varios intentos el murciélago se detuvo en mi brazo extendido. De inmediato noté que llevaba alrededor de su cuello un listón blanco y una pequeña bolsa dorada. Con él en mi brazo, me acerqué al fregadero, y con la mano que tenía libre le toqué su pequeña cabeza. Él voló y se paró sobre el largo grifo del fregadero. Al verlo tan tranquilo fui por la taza donde tenía servido el café, lo vacié y la llené con agua fresca. El murciélago intentó acercarse para beber, pero lo detuvo el listón en su cuello. Puse la taza a un lado y con mis manos le quité el listón; la bolsa cayó en el lavabo. Recogí la bolsa y la guardé en el bolsillo del delantal. De nuevo le acerqué la taza al animal y en esa oportunidad bebió tres sorbos antes de escabullirse por la ventana que estaba abierta.

Corrí a cerrar todas las ventanas para evitar que entrara de nuevo. Luego saqué de mi bolsillo la pequeña bolsa, no dudé en abrirla y, al hacerlo, salió un agradable olor a manzanilla; en el fondo había un polvillo verde. De pronto, las lámparas comenzaron a parpadear, tuve miedo y al regresar al escritorio resbalé y caí en el piso, con gran impotencia pude ver cómo la bolsa voló hasta donde estaba el microscopio y, al pararme, noté que el polvillo había caído en la placa de petri donde estaba el virus. Todo se puso obscuro, tanto que no podía ver ni siquiera mis manos. Sabía que si encontraba alguna de las ventanas volvería a ver con claridad el laboratorio.  Me paré y empecé a caminar, pero no era fácil, cada vez que trataba de avanzar chocaba con las vitrinas o con alguna mesa. En medio de golpes y tropiezos alcancé a llegar a una pared, extendí los brazos para tocarla, miré hacia arriba y pude ver las ventanas. En una de ellas había algo pequeño de color verde, me acerqué y con la uña de mi dedo índice raspé, como no lograba quitarlo entendí que no era algo pegado a la ventana, sino que era una figura que se veía a lo lejos.

Del bolsillo del pantalón saque el celular, había recibido un mensaje de mi hermana que decía: ¡Mira las noticias! Ingresé a la página del noticiero local, abrí la sección de señal en vivo y el titular decía: “Monstruo gigante ataca la ciudad”, en un lado de la pantalla mostraban a la presentadora entrevistar al comandante general de las Fuerzas Militares, mientras que al otro lado mostraban al gran monstruo. Noté que el monstruo estaba sentado en aquel cerro que yo solía frecuentar, tenía un cuerpo en forma de pera, era de color verde; sus tres ojos parecían huevos fritos, las orejas eran como los cuernos de un toro y cuando abría la boca dejaba ver unos dientes puntiagudos; con sus garras se rascaba el ombligo, llevaba puesto unos zapatos de charol color vino y un moño negro como corbata. Era una criatura extraña.

El comandante dio a conocer que en media hora iniciaría el plan de guerra y por orden del presidente les prohibió a los ciudadanos salir de sus casas. Me senté en el suelo para seguir las noticias y después de media hora reportaron cómo el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea utilizaban toda clase de defensas, desde extintores hasta armas de electrochoques, sin obtener ningún resultado. No conocían cuál era el origen de la criatura, situación que los ponía en desventaja.

Durante toda la noche seguí las noticias que reportaban desde las calles, y entre la gente que no dormía hablaban del horror que les producía el monstruo, pero sobre todo la impotencia de los hombres que trataban de combatirlo. El tiempo pasó rápido y el amanecer trajo nuevas noticias. Cuando el sol se hizo fuerte, en medio de un firmamento azul y despejado, los gemidos del animal invadieron el espacio. Vimos a través de las noticias cómo se derretía poco a poco por efecto del calor. Un líquido espeso y verdoso cubrió el cerro, y sobre los locales de comidas ubicados al ingreso quedaron los zapatos y la corbata. No alcancé a celebrar mucho lo ocurrido porque unas voces, de las que no reconocía su origen, hablaban de mí. Trataba de encontrarlos, pero no los veía. De pronto, con un grito, dijeron mi nombre. Sobresaltado, abrí los ojos y me desperté. Miré la hora y eran cerca de las diez de la mañana. A ninguno de mis compañeros se les había ocurrido despertarme más temprano. Rápidamente corrí a la oficina de mi jefe. Quería ofrecerle disculpas. Él no se veía disgustado, pero tampoco estaba contento con la situación. De inmediato y sin derecho a réplica me dijo que debía tomarme dos días de descanso. Y, aunque descansar no estaba en mis planes y mucho menos en medio de una pandemia, no objeté su decisión, tendría tiempo para pensar en ese sueño y en lo que me había revelado, sabía que la cura la tenía en mis manos. 

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