Me despertó el ruido que hacía la perra schnauzer que heredé de mi madre. Ella murió hace diez meses. Le dediqué el primer pensamiento del día: “Mamá, ¿cómo hacías para dormir con esta perra que hace tanto ruido?”
—Lupe, silencio —le grité y me quedé otro rato en la cama, abrazando la cobija que era de mi madre tratando de evocar su olor y su calor. “Cuanto te quiero mamita… cómo te moriste de fácil y rápido”. Después escuché el sonido que más me ha gustado durante esta cuarentena: el chillido de los loros, revoloteando en las cimas de las palmeras altas.
Me levanté y, como todos los días, terminé de tomarme el agua con limón que reposa cada noche al lado de mi cama; me supo a agua gastada, pero aun así la bebí toda. Abrí la persiana de la ventana y pude ver un azul intenso en el cielo; sería un día caluroso. Me dirigí al baño, me lavé rigurosamente los dientes y las manos con el ritual aprendido y automatizado en esta pandemia: cogí mucho jabón, estregué mis palmas y dedos uno por uno durante casi un minuto. Luego fui a la cocina y sentí desgano al ver los platos de la noche anterior sucios en el fregadero; me preparé un café muy cargado y sin azúcar. Como cada mañana lo tomé en el balcón mientras pasaba revista a los movimientos de la calle: el carro de la basura sonando su característica campanita de sonido suave y poco estridente, no acorde al tamaño y función. También estaba Magnolia, la recicladora que hace años recoge por esta cuadra cartones y botellas.
Regresé a la cocina y preparé otro café, el último del día, porque solo tomo dos y antes del desayuno, tengo la idea de que me ayudan con la evacuación y me aportan vitalidad. Este lo tomé en el baño mientras repasaba los titulares del periódico que ya no dicen nada interesante; por eso cancelé la suscripción. Al terminar quise lavarme nuevamente los dientes; soy obsesiva con el sabor que me dejan algunos alimentos en la boca, entre ellos el café; pero al coger el cepillo vi, posada a lo largo de todas las cerdas, una lagartija. Me inmovilicé, como la lagartija. Ni ella ni yo nos movíamos. No sabía qué hacer, ¿matarla?, no, eso no lo haría. Me quedé mirándola. Me hubiera gustado que fuera verde, pero era café con una cola larga y sus patas tenían cuatro dedos; los ojos eran saltones y tenía manchas negras en la cola y en las patas. No sabía qué hacer con ella. Comencé a mirar por todo el baño temiendo encontrar una plaga de ellas habitando las paredes y los rincones. Pero no, solo estaba ella y ¡precisamente encima de las cerdas de mi cepillo de dientes! Después de unos instantes, y superado el espasmo de la sorpresa, cogí un pedazo de papel higiénico dispuesta a lanzarme sobre ella y atraparla, pero en el primer intento el reptil trepó velozmente por la pared hasta el techo donde se veía suspendida, agarrada con sus diminutos tentáculos. Me subí al inodoro; le lancé otro manotazo, pero corrió hasta esconderse. Cerré la puerta del baño, levanté la papelera, los frascos de cremas, el jabón, la canastilla de los champús; sacudí la toalla, hasta que finalmente la encontré camuflada entre las juntas del piso. Me incliné y con sigilo estiré la mano; al levantar el papel tenía la mitad de la cola moviéndose de un lado a otro desesperadamente. Solté el papel y entonces vi la lagartija corriendo mutilada. La otra mitad se retorcía viva en el piso como si tuviera corazón. Volví a coger el pedazo de cola, la arrojé en la taza del inodoro y lo vacié. Busqué al pequeño dragón mutilado y no lo pude encontrar. Cogí mi cepillo y lo boté a la basura, pensé en miles y diminutos microbios dejados allí que podrían contagiarme y ahí sí no servía de nada el tapabocas ni el distanciamiento social.
Ya, reposado mi ánimo después del encuentro con la lagartija, pasé a revisar mi celular. Abrí los mensajes solo por hacerlo y leer apenas los que me interesaban. Sin embargo, observé que había varios del taller de lectura de la BPP. Me llamó la atención que fueran tantos y precisamente el día en que teníamos taller. En el chat encontré mensajes de pesar y de sentimientos de mucha tristeza por la muerte de un compañero. Sí, había muerto don Hernán a quien sólo había visto pocas veces en el taller, antes de que nos encerraran por la pandemia. De don Hernán esperaba con ansias cada semana, antes de nuestros encuentros, sus reflexiones y análisis escritos de los capítulos leídos de La Divina Comedia, era él quien me acercaba Dante, que a veces se me hacía incomprensible. Don Hernán y sus escritos me hacían posible la comprensión de este mundo dantesco del medioevo. Sorprendida y un poco afligida por la noticia, escribí un mensaje de solidaridad y afecto a su familia; lo recordé como un hombre culto, disciplinado y generoso con su conocimiento.