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Manuel Mejía Vallejo: 100 años de memorias

Sembrado entre las pocas zonas llanas que conforman la empinada cordillera occidental de los Andes colombianos, al suroeste del departamento de Antioquia, se encuentra el Municipio de Jericó.  Aquel lugar fue en 1923, la cuna del escritor, periodista y versista, Manuel Mejia Vallejo, hijo de don Alfonso Mejía Montoya y Doña Rosana Vallejo.

En 1915 Jericó fue elevada a la categoría de diócesis, por su santidad el Papa Benedicto XV.  En aquel tiempo El Pueblo de Piedra (primer nombre que se le dio), mostraba una prospera población, convertida en epicentro de muchas de las economías que durante el siglo XX prosperaron en la rica región del suroeste de Antioquia.

Los datos que pueden reconstruir la mítica colonización de aquel territorio, sus espesas y frondosas selvas, su infinidad de accidentes geográficos, sus quebradas y ríos, han dejado una estela mítica de la emancipación de aquel territorio selvático convertido por la voluntad y el trabajo honrado de sus habitantes en referente económico y religioso para el suroeste de la región.

En la memoria que se extiende como un hilo tomado de la oralidad y de las buenas costumbres, que por aquellos tiempos cultivaban sus colonos, pues convivían como en una especie de comunidad de “cuáqueros” católicos, al vivir con principios de justicia, vida sencilla, honradez estricta y pacifismo. Todos ellos atributos propios que acompañaron la vida y obra de nuestro centenario escritor.

El doctor Otto Morales Benítez, quien supo combinar la sana política con el rigor de intelectual, caldense, riosuceño y además paisa de pura cepa, así se referirá a la obra de Manuel Mejia Vallejo en un artículo publicado para la Revista de Humanidades de Universidad Industrial de Santander (UIS) en 1999:

“Aquí hay una declaración estremecedora: El lenguaje -que en él es tan rico, sugerente y lleno de resonancias estéticas- pone fronteras entre lo acontecido y lo que se quiere relatar. Es cuando uno como lector, advierte, con precisión y madurez gráficas, que el universo, se enciende y avanza, entre las espirales del surtidor que sube por el alma de sus personajes. Hay destellos de grandeza en el sufrimiento, en el dolor que se oculta por pudor, en la alegría vital que recorre las calles del pueblo o de la ciudad y que se vuelve, júbilo pagano, entre alcoholes y prostíbulos. O que simplemente va tejiendo dolores en el alucinado mundo de los seres entre la desvanecida poesía del entresueño y el duro padecimiento vital. El ser oscila en el centro del existir entre lo poético y lo limitante de la miseria humana. Es que vivir es exigente, dijo el musageta Mejia Vallejo, en una breve declaración, dejó la mejor síntesis de lo que aprisiona su incitante y claro afán creador: toda obra de narración es una autobiografía Soy como tú. Rio San Juan -el que pasaba por la casa de la infancia con sus líquidos estremecimientos- y repite, como tú. Rio San Juan. borrascoso y rebelde.”

Quienes actualmente tenemos inyectada en las venas la lectura, antídoto contra el olvido y los estándares populares del conocimiento. Vivimos el atiborrado presente, presos del olvido que somos y seremos. Herederos de un pasado fatuo que se desvanece ante nuestros ojos y que solo la literatura y el relato pueden sostener, recrear y mantener.    

La escritura de Mejia Vallejo es la continuidad de la tradición oral de los antioqueños, sus relatos recogen y recrean aquellos elementos desarrollados de manera espontánea por sus habitantes, que constituyen la génesis de una tradición, primero convertida en folclor, luego en mito, para terminar eternizada en la literatura.

Otto Morales Benítez, sobre la obra de Mejia Vallejo: “Pero hay algo que es capital y que no podemos olvidar. Él mismo autor recordó, en alguna de sus declaraciones, que el narrador popular es el iniciador de la literatura antioqueña. Él, acepta que de allí se nutre y que no puede abandonar, ni en los momentos más sofisticados de la producción, ese hilo conductor de su vida intelectual. Sin que ello implique que hay un sometimiento a lo folclórico. Si recoge elementos de éste, es para elevarlos a una categoría universal. Para que trasciendan con la fuerza de significados mundiales. En él se cumple la sentencia del filósofo: Quien escribe sobre la aldea, lo está haciendo sobre el amplio mundo. Así van quedando en sus páginas, parte de la Antioquia y de la Colombia, que desaparecían. Pero el derrumbamiento era universal. Por ello en esas débiles hojas reluce el registro de la existencia, sin fronteras. Es lo que él llama los fantasmas vivos de su pasado.”

Pero Mejia Vallejo no se quedará en la recreación popular de su pasado, su condición de reportero y testigo de otrora, lo llevarán hasta aproximar a sus lectores los valores más profundos de la condición del ser antioqueño y campesino; en entornos contradictorios como: la sequía y las inundaciones, la violencia, el desplazamiento y la intolerancia, como lo reflejará en su Novela Ganadora del Premio Nadal en 1963 “El día señalado.”

El primer libro publicado de Manuel Mejia Vallejo se tituló “La tierra éramos nosotros”, interpretada por algunos como un texto de dolor y desarraigo por la tierra perdida bajo las ruedas implacables del comercio; una oda al campo, a la naturaleza y a los lugares perdidos de la infancia.

Escribe Santiago Mutis sobre la primera novela de Mejia Vallejo: “Cuando Manuel insiste en mencionar las noches de luna, el verano, las luminosas mañanas, las palmas, los helechos, los loros, el silencio de los bosques, la simple yerbabuena y los turpiales… está dando rienda suelta a sus convicciones, que nada tienen que ver con el costumbrismo. “La huerta”, “las cosas sencillas …. no las nombra Manuel sin intención, las quiere salvar de la destrucción, nos quiere reconciliar “con lo elemental”, con lo que no tiene precio: “¡Qué sencillez! “la quietud, el extraño encanto de la irremediable monotonía aldeana.; “su ingenuidad… conmovedora …. Hasta que revienta contra el mundo que amenaza su bienestar: la finca (la naturaleza), la vida en el campo (una elección, una forma de vida, una tradición), el pueblo (una cultura), su familia (los afectos)… están amenazados por la torpe y drástica aparición de nuestro muy singular capitalismo: “La tierra sirve no más pa’. sacarle plata”, dice el hombre que les comprará la finca, que “tiene dinero y le sobran derechos para ser imbécil.”  

En 1947 el autor de los Abuelos de Cara Blanca, trabajará en el periódico El Sol, en compañía de sus amigos: Alberto Upegui, Óscar Hernández, Carlos Castro Saavedra y el pintor Fernando Botero; además, será nombrado Secretario de Auditoria de la Contraloría Departamental y profesor de español y literatura del Centro Formativo de Antioquia (CEFA) y la Universidad de Antioquia.

Llegará el 9 de abril de 1948 para que el destino le dé la espalda. Es destituido de todos sus puestos por gaitanista y subversivo, luego del vil asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. Por su seguridad se autoexilia en Venezuela donde trabajará como redactor del Diario de Occidente. En 1952 de nuevo debe abandonar Venezuela, esta vez por la intolerancia hacia sus reflexiones editoriales.

En 1952 y 1956: Regresa a Medellín, pero reside a intervalos de tiempo, debido a las amenazas producto de la intolerancia y la violencia política partidista del país. Viajará entonces a Centroamérica: Panamá, Costa Rica, San Salvador y Guatemala, donde se vincula al periódico El Imparcial, el mismo que fundaría años antes y en circunstancias similares el telúrico poeta Santarrosano, Porfirio Barba Jacob.

Regresa a Colombia y en 1957 es nombrado director de la imprenta departamental de Antioquia. En 1958 publica “Al pie de la Ciudad”, drama social donde se empieza avizorar la relación ciudad-campo con sus subsecuentes desarraigos y marginalidades. En 1963 publica “El Día Señalado”, obra con la obtendrá el premio Nadal en 1963. De nuevo se presentan en este relato los atributos que encierra una historia de venganza e intolerancia enmarcados en unos personajes arquetípicamente bien elaborados y puestos en el contexto de un pueblo imaginario, el Tambo, que al igual pudiera ser uno o todos de los que conforman la variada geografía andina colombiana.   Luego vendrán; Aire de tango en 1973, Las muertes ajenas y Tarde de verano en 1979 y 1980.

En 1988 publica La casa de las dos palmas, obra con la que obtendrá el Premio Rómulo Gallegos, concurso con que el gobierno venezolano exalta la literatura novelada hispanoamericana. Luego vendrán: Los abuelos de cara blanca y Los invocados. Novelas, cuentos, poesía y una variedad de obras hacen parte de su extenso legado.

Entre 1979 y 1994 acepta la dirección del taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Y por casi dos décadas, El Maestro, continuará bajando cumplidamente, todos los miércoles a Ziruma, su lugar de residencia en el municipio de El Retiro, a su silla de maestro de escritura de su taller de la Piloto, taller que le sobrevive actualmente.

La Piloto además contratará al Profesor de Periodismo Francisco Velázquez para realizar dos documentales sobre la vida del escritor, material que sirve hoy de consulta desde su Sala Audiovisual y como sí la relación de don Manuel con la Biblioteca Pública Piloto funcionará como los hacen los polos que se atraen de un imán; en una de muchas donaciones realizadas a la Biblioteca,  alguien entregó una lata de un filme en 16 milímetros, a color y con sonido y de unos 50 minutos de duración, donde don Manuel activa sus conocimientos de periodismo para entrevistar al maestro Pedro Nel Gomez.  

En 1998 el cuerpo de Manuel Mejia Vallejo es velado en el auditorio que le sirvió de aula al maestro. El lugar se llenó de amigos y condiscípulos, de figuras de la cultura y la región que amaron con igual pasión la tierra y lo que vibra y florece sobre su suelo. Sus más allegados seres y muchos de nosotros, anónimos que algún día tuvimos sed de conocimiento y bebimos de aquel manantial de la memoria, la que cultivaba Manuel Mejía Vallejo, el que no ha muerto porque el bien lo decía: “Uno solo muere cuando lo olvidan.”  

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