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LAS FLORES

A Don Justo Montoya A.

La flor, esa mimada de los amantes, a la que enriquecieron el calor y la luz con especiales aromas, colores y belleza, no es, ni más ni menos, que un aéreo y efímero tálamo que la Naturaleza soñadora instaló en una gruta de hojas para los desposorios de dos seres que, en el portentoso desarrollo de la vida, nacieron para amarse y llevaban en sus organismos el vigor de mis generaciones.

Es una historia interesante, amena y corta.

Carpillo, doncella seductora, esquiva y pura, y Estambre, mancebo galán, apuesto y rubio, despertaron a la vida juntos una mañana calurosa y serena, al descorrimiento de cortinas de pétalos vistosos y entre inundación desbordante de luz, explosión incontenible de perfumes y melodía de delicados pajarillos.

Tras un beso prolongado y ardiente —ósculo creador— hubo estremecimientos de placer en los ramos floridos y de rubor en los capullos, y la hechicera desposada no fue ya la virgen de esbeltez de ninfa sino la lozana madre de infinitas generaciones de frutos, semillas y flores que deben sucederse para el cumplimiento de las leyes que presiden a la palingenesia de las plantas.

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De niño, amaba yo las flores como amaba a los que queremos.

Las impresiones que sentía entonces cuando las miraba cariñoso, no puedo apreciarlas hoy, cuando el dolor, los desengaños y el desaliento han secado en mí los manantiales de la ternura y la savia del corazón…

Pero, a pesar de ello, no soy extraño para esas encantadoras amigas de mis viejos tiempos: me conocen, y yo no las olvido. Siento viva y sin igual simpatía por ellas y por los niños, porque en unas y otros columbro fascinado un tesoro —velado hoy por la esperanza— pero patente mañana en forma de frutos y hombres útiles.

¿Pensarán las flores? Si fuere así, ¡cuán tiernas serán las ideas que bullen en sus pequeñas almas candorosas! Quizás no comprenden la metafísica, ni la lógica, ni el álgebra: mejor para ellas. Pero como no son —cual los hombres— “reyes de la creación” sino, simplemente, las “hermanas flores”, sabrán amar a Dios y luego al Sol, las lluvias, las brisas, el rocío; querrán conocerse a sí mismas, y se admirarán de que nosotros seamos sus tiranos y verdugos.

¿Sentirán acaso?  Los filósofos antiguos lo creían y pensaban que las flores se entristecen y alegran, se enfurecen y lloran. Bien pudiera ser.

Yo no osaré asegurarlo porque no me consta; pero entre las maravillas y misterios de la creación, no considero que la sensación de las flores fuera lo más sorprendente y, mucho menos, un imposible. Mas si esas hechiceras criaturas poseen más o menos sensibilidad, cuánto agradecerán nuestras miradas benévolas, cuánto sufrirán con nuestro despótico desdén para con ellas, tan buenas, tan amables, tan humildes.

Y ¿hablarán las flores? No lo dudéis; pero no sabemos entenderlas, ni lo sabremos nunca. Nuestra sabiduría lleva caminos bien distintos: o inventamos armas para matar los hombres, o creamos teorías para asesinar sus almas.

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Aunque sabéis que amo las flores, no temáis que os vaya a contar largas historias, o de la Rosa que, siendo blanca, se coloreó con la sangre de Venus; o de la Azucena que debe su blancura a que nació de una gota de la leche de Juno, que cayó sobre la tierra; o del Jazmín que fue hijo de la espuma del mar; o de otras más.

Solo apuntaré ligeros rasgos sobre una familia de plantas que se ha hecho célebre por la originalidad caprichosa de sus flores. Las orquidáceas son, entre los vegetales, como los Monos en la clase de los mamíferos o como los Papagayos en la de las aves: grupo que se distingue por sus formas anormales, sus colores ostentosos y su régimen arborícola.

Tales, se muestran en conjunto en lo alto de los árboles copado y por entre el follaje tupido y severo de la selva. Pero si se les observa una a una, cuidadosamente, qué polimorfismo tan sorprendente, calidoscópico pudiérase decir.

Cierta Masdevallia, por ejemplo, muestra en cada flor un Colibrí que ha suspendido el vuelo y, estremeciéndose en el aire, se detiene a libar una copa de néctar generoso.

Una Anguloa nos presenta rica cuna en miniatura, donde parece dormir la alba diosa del Amor después de salir de la espuma del mar.

Hay una Peristera que guarda la imagen quieta y candorosa de una Paloma de marfil.

Alguna Acineta descubre entre su cáliz una diminuta calavera humana, descarnada y de ingrato olor, que incita al ascetismo y la meditación.

Y así, en mil más, se observa ya un Cucarrón o la cabeza de un rumiante, una Mariposa o cualquiera otro ser fantástico en interminable exhibición.

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Ahora, si me preguntáis a cuál de las flores amo más os lo diré con mucho gusto. A una violeta silvestre —Viola scandens— que en mi valle nativo aparece con profusión en las barrancas y en el borde de las fuentes.

Es una florecilla blanca con sombra de morado pálido, inodora, humilde.

¡Quién me diera que ella abriese un día su corola triste sobre mi tumba ignota! 

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