Por Yaneth Salazar
Taller de iniciación a la creación literaria
Pasé el día en cama, mirando aquella pared desgastada, sin controlar el tiempo, ensimismada, trayendo ideas a mi mente retorcida. Escuchaba la lluvia goterear en mi ventana, a medida que pasaban frente a mis ojos recuerdos de mejores tiempos, lujos que solo una persona libre podría darse en esta cuarentena.
Me sentía transmutar en una rata de laboratorio, encerrada, dando vueltas y agobiada por el futuro incierto. El frío ya no me abrazaba como antes y me daba cuenta de que había caído en un foso hecho de ladrillo, sola, conmigo misma. Entonces me levanté de la cama, arrastrando los pies; con los ojos en llamas y el cuerpo agotado gracias al descanso sin fin. Me estrujé hasta el balcón, admirando ese hermoso atardecer color sangre que me regalaba el universo, y todo volvió a empezar.
¿Quién merece mi total entrega y martirio? Pensaba en voz alta al mismo tiempo que golpeaba reiteradamente mi lápiz favorito contra mi agenda. Si debo llegar al borde de la locura debido a este confinamiento, mejor que me divierta en el proceso, añadí sumida en mis pensamientos.
Entonces recordé a mi vecina, “la amargada”. Vivía en el apartamento de al frente y se deleitaba llamando a la policía para quejarse de nuestro supuesto alboroto, cuando queríamos escuchar metal y tomar una deliciosa cerveza. Salía todos los días burlando el pico y cédula para trotar durante exactamente 30 minutos. Tenía un conjunto deportivo que yo odiaba. El del short azul. Parecía una golfa con él. Aclaro que mis métodos de espía se limitaban a la mirilla de la puerta. En una ocasión, semanas antes de que comenzara esta pesadilla, nos encontramos en la entrada de nuestro edificio. Regresaba de hacer unas compras y ella se dirigía a realizar su entrenamiento matutino. Su mirada de desdén me llenó de ira. Aparentemente le molestaba mi vestimenta negra y mis accesorios góticos.
Aunque avergonzada por mi exceso de imaginación, empecé a escribir formas de tortura para mi querida vecinita.
—Buenos días— le dije a mi vecina cuando la vi salir justo en el momento en que sabía que saldría a trotar. Fingí que sacaba la basura.
—Buenos días— respondió a regañadientes.
—¡Oh, vecina! Qué pena molestarla— le dije justo antes de que cerrara las puertas del ascensor —me preguntaba si le molesta que le comparta una deliciosa mermelada de fresa, que hizo mi abuela en su finca. Tiene una hermosa tierra en Santa Elena, donde cultiva árboles frutales, orquídeas y tulipanes. Al parecer tiene mucho tiempo libre y me ha enviado demasiados frascos. No quiero que se pierdan porque son deliciosas y no tienen conservantes.
—Sí, claro. Te agradezco. Cuando regrese te toco la puerta.
—Por supuesto. Guardaremos nuestras distancias. ¿Te parece?
—Es mejor para evitar el contagio.
Sabía que iba a funcionar lo de los conservantes. La veía salir con su tapete de yoga, así que asumí que era animalista, vegana y feminista la maldita. Me sentí satisfecha de nuestro primer encuentro. Me sorprendí de mi comportamiento impecable, amable y tranquilo. La idea de inventar una tierna y rural abuela le sumó puntos a la farsa. Observé mi reflejo en el espejo. La comisura de mis labios se arqueó dibujando una sonrisa maquiavélica, que a mí misma me hizo temblar.
Escuché tres golpes en la puerta. Así que me dirigí deprisa a encontrarme con mi proyecto de cuarentena. Abrí la puerta con aire de sorpresa y encontré a una sudada vecina amargada, a dos metros de mi puerta. Había dejado una canasta en el umbral. Adentro de esta un mensaje que decía “Gracias” al lado del dibujo de una carita feliz. Por poco siento compasión.
— ¡Hola, vecina! — casi grité al verla —Permítame traigo el frasco— di media vuelta a la vez que contenía con todas mis fuerzas una risita de bruja malvada. La escuché en mi cabeza repetidamente y esto me causó más deseos de soltar una carcajada, pero me contuve.
—Se nota cansada. Qué bueno que puede sacar tiempo diariamente para ejercitarse— añadí mientras colocaba el frasco en la canasta y tomaba mi nota de agradecimiento.
—Sí. También saco tiempo para practicar algo de yoga en la mañana.
—Qué bueno. Siempre he querido practicar yoga pero no encuentro un video que me motive.
—Tengo un video que grabé en mi último viaje a la India. Es perfecto para principiantes. ¿Si deseas puedo compartírtelo por USB? Es muy pesado para el whatsapp.
—¡No!, me daría mucha vergüenza.
—No te preocupes. Así puedo pagarte el frasco de mermelada. ¡Huele delicioso!
—Está bien. Muchas gracias.
Regresó después de un par de minutos con una USB color roja que dejó en la famosa canastilla. La tomé mientras nos despedíamos. Dejó la canasta a un lado de su puerta con una nota que decía “no es reciclaje”.
Era normal en esos tiempos ver cómo los propietarios dejaban sobre el tapete de la entrada a sus apartamentos zapatos y sombrillas. Algunos los dejaban de forma organizada, a lo militar. Otros solo los tiraban antes de entrar a sus casas, las cuales yo suponía no se encontraban tan organizadas y esterilizadas, como lo mostraban sus zapatos.
Empezamos una rutina de hacer trueques. Intercambiábamos libros, recetas y manualidades. Justo cuando deduje que me había ganado su confianza, no me pareció tan malo tener una amiga con quien conversar de vez en cuando, mientras tomábamos un café y practicábamos crochet, a una distancia de puerta a puerta. Pero no iba a traicionar mi objetivo inicial por un sentimiento tan superfluo.
Así que empecé a poner en acción mi diabólico plan. Aquel jueves 24 de abril, día de mi cumpleaños, me obsequió un cupcake vegano con almendras y zanahoria, hecho por ella misma. ¡Sabía asqueroso! Y ese mismo día le llegó una carta de embargo de una entidad bancaria X. Es sorprendente la información que comparten las personas en redes sociales. Con solo un vistazo a su muro de Facebook me di cuenta de su número de cédula, nombres de familiares cercanos, placa de su vehículo, entre otros datos.
Al día siguiente escuché un grito afuera de mi apartamento y un golpeteo continuo, fuerte y desesperado en mi puerta.
—¿Qué pasó — pregunté con disimulo mientras abría la puerta apurada.
Sin poder pronunciar palabra me señaló con su dedo tembloroso un ave degollada que descansaba encima de su tapete de bienvenida. La doliente se tomaba el pecho sumida en un llanto de infante.
—¡Dios mío! — añadí con fingido asombro.
—Lo acabo de encontrar. ¿Quién podría ser capaz de hacer algo tan terrible? — me preguntó sollozando.
—¡No logro imaginarlo!
Aturdida siguió gimiendo a causa del llanto. El pájaro de vivos colores azules empezaba a llamar la atención de las hormigas, las cuales se aglomeraron rápidamente para motivar la descomposición del difunto.
—Deja de llorar— continué —. Yo me encargo. Entra ahora mismo a tu apartamento y tómate una aromática.
Cuando hubo cerrado la puerta, presa del pánico, me agaché a observar el animal alado. Le agradecí por su contribución y me castigué por el corte tan imperfecto que había hecho a su delicado cuello. Debía mejorar mis métodos.
Pasó el sábado con múltiples llamadas a mi amiga de hombres que le hablaban obscenidades al teléfono. Yo había puesto un anuncio en el periódico de “mujer busca hombre para ayudarle con las necesidades del hogar”, con su número de teléfono. Me extrañó que no pidieran más información para publicar el anuncio, no obstante, imaginé que lo habrían relacionado con una solicitud de voluntariado; muy común en esta época de aislamiento.
Para el martes, la situación iba haciendo mella en sus nervios. Ya había tenido que verse en una fotografía sin ojos y había recibido media docena de cartas donde le detallaban la forma en la que torturarían sus extremidades, desollarían su piel por pedazos, machacarían su lengua y le arrancarían cabello por cabello. Encontró también, una mañana, cenizas en su entrada, y una pequeña botella que cuando abrió le causó repulsión por el nauseabundo olor. La botella sellada con parafina negra contenía clavos, vidrio, alambres, recortes de uña y orina.
—Déjame leerte el tarot. Ya sabes que nunca falla. Así nos daremos cuenta exactamente qué está pasando— le dije con tono de preocupación.
Asintió. Tomé mi mazo, acariciándolo y mezclándolo con gentileza. Le hice una limpieza energética con palo santo antes de presentárselo a la vecina atormentada. El humo le daba el misterio que necesitaba para apurar su excitación.
—Escoge tres cartas.
Las señaló desde lejos, mencionándome el orden.
—La torre… el diablo… la muerte— dije pausadamente. Fui colocando las cartas sobre la mesa, una al lado de la otra. Mi mirada ensombrecida —Estas tres cartas juntas te advierten de un gran peligro. Te indican envidia, celos, ira y rabia desmesurada de una criatura muy fuerte. Este ser se puede presentar como una persona humana o como un ente sobrenatural. Se avecinan cambios que no puedes controlar. ¡Una fuerte maldad te rodea!
—¿Qué puedo hacer? — me preguntó detrás de un manto blanco y con lágrimas enjuagando su rostro.
—Otra carta.
Me señaló una de la esquina superior derecha. La había reservado para el final.
—Es la luna— dije. De sus labios casi se escapó un gemido —Nos muestra posibles engaños o enemigos ocultos. Este ser no descansará hasta cumplir su cometido. Te llevará a la locura si es necesario. ¡Debes irte de tu casa lo más pronto posible!— le advertí con un grito desesperado.
No había terminado la frase cuando se paró rápidamente y cerró de un portazo. Me quedé admirando la sabiduría del universo.
Había llegado otro hermoso atardecer carmesí cuando nos reunimos en la sala de estar, mi hermano, mi esposo y yo, para tomar unas cervezas y escuchar Black metal. De pronto escuché que preguntaban:
—¿Qué hiciste para que se fuera la vecina amargada? —
Sonreí extasiada de maldad.
—Sólo le mostré que las cartas nunca mienten.