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HABITACIÓN TOMADA (CON PERDÓN DE CORTÁZAR)

María de los Ángeles Martínez
14 de Abril de 2020

Si no hubiera anochecido tan pronto, si la tarde dilatada estuviera todavía aquí, en este lugar desde el que escribe, tal vez hubiera visto con claridad la situación de aprieto en que se hallaba.

Y, desde luego, no habría permitido que la ardilla entrara tranquilamente por la ventana con sus pasos cortos, sus ojos brillantes y redondos, la cola levantada y esa manera nerviosa de pararse en sus dos patas y agitar las pequeñas “manos” en un gesto puntilloso de llevarse todo lo que encuentra a la boca.

El día había sido un paso lento de horas sin sentido. No siempre le ocurría. Pero cuando esto pasaba, su cabeza era un recipiente vacío que resonaba con ecos incontrolables de la memoria. Y ella intentaba, en un primer momento, gobernar su estado interior, ponerlo en orden por así decirlo, imaginando las cosas que tenía que hacer: cocinar una receta vegetariana nueva, arreglar la casa, ordenar de una vez  los cientos de fotografías que reposan en cajas y sobres sin orden ni concordia; las ordeno por fechas, las señalo con frases alusivas a cada evento y después las hago empastar debidamente. Sí, eso es lo que haré… Las fotografías, son instantes de vida eternizados… cavilaba.

Y se hundía en la evocación del tiempo en que ella las hacía con una pequeña cámara Kodak, con negativo de rollo. Cámara analógica la llama ahora su hija. Miles de fotos que recogen todos los detalles de los acontecimientos familiares.

Con escasa misericordia y sin mucha técnica hacía posar a sus hijos de mil maneras, sin hacer caso de sus protestas, para guardar sus sonrisas disfrazados de piratas, de hadas o payasos, retener las caras medio aburridas en las primeras comuniones, en los cumpleaños, en los grados de colegio o recibiendo medallas en el pódium de algún deporte. Medallas que sólo algunas veces llegaron a ser de oro; pero la plata o el bronce eran suficientes para el festejo familiar. Lo que fue y lo que queda de toda una vida perdura ahí, en ese cúmulo de retratos.

Pero no. Arrinconó sus buenas intenciones para otro momento y decidió sentarse a escribir. Las tareas domésticas pueden esperar…no así el relato que desde hace días  la apremia pidiendo un final, que ella sospecha será punzante a pesar de sus intentos por esquivar la tragedia, para, de una vez, dejarlo de lado sin remordimientos.

Así que siguió escribiendo con la ventana abierta y los últimos rayos de sol balanceándose en la reja. Escribe para deshacer el nudo que le aprieta el pecho al final de los días de presagios sombríos y cabeza hueca. Ella sabe que escribir es la única manera de tranquilizarse, de lograr que el aire vuelva a entrar profundamente en su interior  y el desasosiego desaparezca.

Y de repente la oscuridad invadió el entorno; la ventana seguía abierta y se oía el viento y el silencio de la noche. Un movimiento rápido la distrajo… y allí estaba ella, con la cola erguida, mirando a todos lados con los ojillos redondos desorbitados, plantada en el alfeizar de la ventana. Un nuevo salto, ágil y repentino, y ya estaba en la pequeña cama que la acoge cuando el oficio de escribir deja sus ojos cansados, resecos.

Las dos parecen hipnotizadas, mirándose la una a la otra.

Tengo que sacarla de aquí, piensa, y se imagina que la toma en sus manos y la desliza, con cuidado, por la ventana. Y con sólo pensarlo, siente el escalofrío que le produce el contacto con el pelo tieso y ese cuerpo tembloroso; imagina el rechazo de la ardilla y el mordisco incisivo para defenderse y evitar ser desalojada de este entorno que acaba de usurpar.

Decide dejarla ahí y seguir escribiendo. Oye, a su espalda, el escarbar de los dientecillos ensañados en la colcha; teme volver la cabeza y enfrentar lo que sucede. Deja de escribir, los dedos quietos sobre el teclado, el oído atento al rasguñar, vivaz, pertinaz y acompasado que la estremece.  Intenta retomar la escritura pero no logra concentrarse. Pasa el tiempo, el rasgueo persiste. Crece en ella un temor inusitado; recuerda la presencia de los ogros amenazantes de su infancia, esos que la atormentaban, según las palabras de su madre, “de tanto leer”.

Después de un rato de penosa quietud, apaga el computador y la habitación queda en penumbra. Entra el viento, ahora frío, por la ventana. Se levanta despacio de la silla y la desliza, medio en vilo para no asustar al monstruo, debajo del escritorio. Sale de la habitación dando la espalda a esta invasión inusitada que la intimida. Cierra la puerta con cuidado.

Tal vez, piensa, si no hubiera anochecido tan pronto…

(En tiempos de confinamiento)

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