A Marco Tulio Jaramillo
Los botánicos dan el nombre de tristes a las flores que solo exhalan su perfume durante la noche, a medida que se va formando en sus tejidos. Parece que los rayos luminosos impiden el desarrollo de ciertas emanaciones odoríferas, y que la obscuridad favorece poderosamente su producción.
Hay aromas que se elaboran en el seno de las flores, allí se acumulan y luego se desprenden y esparcen en el aire; por consiguiente no hacen parte integrante del vegetal. Esto se observa en la Rosa, la Azucena, casi todas las lamiáceas, etc.
Otros perfumes pertenecen francamente a las flores, de las cuales se desunen en impetuosa explosión. Se les observa en las flores de otros vegetales como Datura arbórea, Cestrum nocturnum, Geranium triste, Lychnis vespertina y numerosos más.
A esta segunda categoría pertenecen las flores tristes, llamadas así por sus corolas pálidas que a nada huelen de día, pero embriagan de noche con su olor.
Me seducen estas flores. No son depósitos permanentes de efluvios fragantes que se derraman por el ambiente; son como manantiales de aroma que, solo en la sombra, cuando la Naturaleza duerme, los vierten, silenciosas y castas, como un río de afectos.
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Aunque sea indiscreción, os repito que amo las flores. A mis manifestaciones de cariño, ellas corresponden con frases de fragancia —es el idioma en que saben expresarse— que se desprenden de sus gargantas delicadas y diminutas. Ese amor lo profesan a todos los de nuestra especie que las quieren.
Pero hay diferencias en aquellos seres privilegiados de la Naturaleza.
La Rosa, traviesa, despejada y coqueta, nos recita de memoria, como una comedianta, sus madrigales de aromas cuando nos acercamos a sus pétalos de contextura aristocrática. Mientras tanto el Jazmín de noche, florecilla triste de nuestros campos, espiritual y ardiente, se nos muestra en el misterio de la noche dejando escapar de su corola estrofas de perfumes, que improvisa, como Safo, a la luz de la luna y al centelleo de las constelaciones.
¿Conocéis el Jazmín de noche? Es una solanácea montañesa —Cestrum mariquitense— que vegeta sencilla en nuestros climas; el Aburrá ha salpicado con la espuma de sus olas atropelladas y rumorosas, sus vírgenes pétalos; y los vientos de las vecinas serranías estrechan, palpitantes de emoción, sus seductoras formas; los sauces de los sotos favorecen con su obscura sombra la explosión de su aroma incontenible, verbo de su alma…
Basta. Dar más detalles es contrariarla, tan modesta como es.
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Como amo estas flores, así como la tristeza. No la que se lamenta, que conduele, que derrama lágrimas, sino una hermosura ideal, el ensueño de mi vejez, la síntesis de mi experiencia de la vida.
En mí hay un gran acervo de melancolía, que es mi tesoro.
No me habléis de alegrías: casi no las conozco, pero las temo; son tan crueles, tan fugaces, tan burlonas.