Al poeta Ciro Mendía.
Hace ya mucho tiempo que está el árbol en agonía lenta. Hoy me parece ya muerto. Pero siempre majestuoso, altivo, como los pobladores de las comarcas que fueron su patria.
De su tronco, recto y vertical, se desprenden, de trecho en trecho, ramas horizontales y simétricas, como brazos de un candelabro prodigioso. Es Araucaria imbricata o Pehuén de los indios chilenos.
Esas ramas, cubiertas antes de un follaje verde, tupido y fresco, lo están hoy de bromeliáceas epifitas de aspecto musgoso y salvaje.
En medio del parque, entre el cuchicheo y charla de las hojas al són del canto del agua melodiosa y dulce se percibe el cadáver del Árbol; erguido como un fantasma; como un hijo de Arauco.
Esta mañana, todavía cantaban los pájaros sobre su ramaje muerto: cucaracheros, pinches y turpiales. Para ellos, el gigante del jardín vive así como los semidioses de la Fábula.
Una Monstera pertusa, hermosa trepadora que le ama, se abraza a su pie y asciende, acariciadora y dulce, por el tronco, en busca del apoyo de sus brazos. Me dio tristeza verla, porque noté su follaje desgarrado: quizá se rompió de dolor.
A la pobre conífera la mató la nostalgia de sus frías selvas donde retumban las tempestades y tienen sus conciliábulos los vientos que conspiran contra el Hombre; contra el Homo sapiens, que hace esclavos a sus hermanos, a los animales y a las plantas.
Ahí en el parque aún hay más extranjeras: un Grevillea robusta, que se empina como si quisiera alcanzar ver a las florestas australianas; un Latania borbónica, que suele canturrear al soplo del viento tonadas melancólicas de la isla de Reunión; una palma Chamaerops humilis, regordeta y delicada, suspira bajo el ramaje de árboles indígenas, por las playas sonrientes del Mediterráneo…
¡Oh, Árbol, víctima de la tiranía humana: muchas veces me senté a tu sombra y pensaba que algún día te había de admirar más cuando fueras corpulento. La suerte se burló de ambos. Pero si te mató el amor a tu tierra de libres, yo también siento nostalgias de otra vida. Adiós!
Me despedí de la amable Araucaria y al dirigirme a mi habitación, iba preocupado con la suerte de los árboles en esta tierra de opresión y esclavitud. Sí, aquí todos somos esclavos: los ricos, de sus vicios y del otro; el pobre, del mercader y del casero; las mujeres, de la moda y del deleite; los animales, de los amos más polimorfos, desde el picador hasta el cochero; las plantas… en fin, todos.
Concretándome a los árboles, diré que se les ha hecho una guerra tan insistente y cruel, que las faldas de las montañas que nos rodean están estériles y calvas; dejan correr por sus vertederos los últimos restos del humus de las alturas, salvador y fuerte.
Se mata a los árboles como se asesina a los pájaros: por capricho unas veces, por avaricia otras, por imprevisión siempre. El hacha está continuamente levantada, como la guillotina en los días de la gran Revolución.
¿Por qué no os acordáis de que el árbol está unido a nuestra historia íntima, a los recuerdos más gratos de nuestra infancia? Bajo él juegan los niños, hacen columpios y comen de sus frutos; se entretienen y forjan ensueños los amantes; sonríen y cuentan viejas historias los ancianos. Respetad al árbol: no lo matéis sino cuando las necesidades lo exijan, pues él da, desde las cunas para los recién nacidos, hasta los ataúdes para los muertos.
Medellín, es verdad, aprecia a estos queridos amigos vegetales: se les cultiva, se les poda, se les trata bien. Pero hoy, merced a un parásito incontenible, especie de Tillandsia, que prospera hasta por los alambres tendidos en las calles, los árboles de las avenidas y los parques, están enfermando. Y se morirán con la propagación del citado comensal, como perecen las personas atacadas por bacterias patógenas que invaden su organismo.
Hay que salvarlos.