Son las dos de la tarde, y la pandemia ha durado más de lo previsto.
Había almorzado y debía seguir trabajando -el trabajo en casa es la nueva esclavitud-. Caía de sueño y el café no cumplía su cometido. Continué con la lectura de uno de los textos que preparaba para clase que tenía en la universidad. Cabeceaba, pero ni me concentraba ni lograba quedarme dormido, cuando oí su voz potenciada por un megáfono:
—¡Oiga, pues! —dijo la voz masculina— ¡Compramos televisores, camas, computadores! ¡Sí, compramos computasueños, lavapenas, comedeudas, camamores! —continuó la voz— ¡Sí, señores! ¡Se compran tristezas, corazones rotos, falsas expectativas, amores imposibles y deudas afectivas! —concluyó.
—¡Oiga, pues! —volvió a gritar.
Me levanté de un salto, corrí al balcón del apartamento; tenía que ver al comprador de tales absurdeces. Vi un carro rojo con el megáfono pegado a su techo. Esperé a que volviera con su retahíla:
—¡Oiga, pues! —dijo de nuevo— ¡Compramos televisores, camas, computadores, lavadoras, comedores, camarotes! ¡Si, señores, se compra…!
El hombre me miró, no dijo más y sonrió. Yo le hice una mueca y volví al trabajo.