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Eduardo Carranza y el infinito movimiento de la vida y de las cosas

La vida del poeta Eduardo Carranza inicia un 23 de julio de 1913 en una casa finca ubicada en Apiay, Meta, lugar del que tomará prestado sus paisajes para llenar de colores, movimientos y formas su literatura. 

En su texto Lo que se dijo y no se dijo, Gloria Serpa Flórez escribe sobre la infancia de Eduardo Carranza:

“No muy distante de los ríos Guayuriba y Guatiquía, aguas insignes del departamento del Meta, en la sabana, donde las palmeras con su parpadeo acarician la llanura, llegó al mundo el poeta más reconocido en el siglo en Colombia y en su departamento del Meta, región que se anidó en su corazón romántico. En las mismas frescas aguas del río Meta, se hicieron las luces de sus sueños, vivió el clamor de los vuelos de sus palabras tantas veces plasmadas, que hacían divisar los revoloteos de las aves hasta en las planicies de un Llano que le dieron ese sentido de ser un verdadero llanero.

Eduardo era un niño de corazón inquieto, de sentimientos claros, enseñados por sus padres. Su padre había falleció siendo apenas un niño, pero su herencia permaneció perenne en el tiempo, como el de su madre Merceditas Fernández, mujer llanera de alma extendida como su tierra. Ambos de una sensibilidad inigualable, transmutaron a su hijo Eduardo esa sensitiva forma de ver su entorno. La literatura que acompañó siempre a Januario, su padre, apasionado por las letras francesas y los escritores famosos de España de fin de siglo, no podía quedar en el vacío en sus infantiles evocaciones.

Fue Apiay el nombre de la región más nombrada por Eduardo Carranza en su biografía. Apiay llamado así desde comienzos del siglo XIX por los jesuitas desde épocas de la conquista en América, los que importaron de Europa, por el Orinoco, un seductor mundo cultural literario; que hizo que un pueblo se expresara a través de innumerables formas combinadas con típicas costumbres del entorno tropical y obraran arraigando tradiciones; heredando desde entonces las cultas formas de lectura, escritura, poesía y múltiples oficios, que se fueron diseminando por todos los Llanos Orientales de Colombia. Tal vez estas semillas esparcidas durante muchos años, dieron sus frutos con el tiempo.

Januario Carranza, su padre, vivió entre paisajes envueltos en magia y optó la buena costumbre de las lecturas ya mencionadas, especialmente en sus momentos de descanso de hombre de hacienda en el Llano, que le pertenecía por herencia. Es claro que su hijo Eduardo, heredara su actitud y costumbre de leer textos con el sueño de plasmar versos poéticos. Mercedes, se hizo esposa, compañera, amiga y confidente; desde ese día que se miraron a los ojos y se dieron al cuidado de conformar el hogar que hoy se evoca desde el nombre de su hijo, el poeta Eduardo Carranza. Fue una madre candorosa, entregada a velar por su familia, que enfrentó una viudez prematura.” 

A los 17 años el joven Eduardo Carranza ya era profesor de español y literatura, luego fue vicerrector del colegio Simón Bolívar de Ubaté, y a los 20 años vicerrector del Colegio Mayor Santa María del Rosario en la capital del país. Su labor como docente la combinó con el mundo de las letras, como poeta, escritor y crítico literario. Sus primeros textos conocieron al mundo a través del periódico El Tiempo, donde también ejerció como director del suplemento literario. Poco después vería la luz el que sería su primer libro, Canciones para iniciar una fiesta. 

En el prólogo del texto sobre Carranza de Gloria Serpa, Jorge Gaitán Duran, poeta y ensayista santandereano expresa de su obra:

 

“…Eduardo Carranza es uno de los pocos que posee un estilo propio y manera poética inconfundible, ese “algo” o vida secreta que anima la totalidad de una obra, diferenciándola y colocándola sólidamente en un conjunto cultural. Si se imaginara la obra de Carranza, editada anónimamente, sin indicación de autor, creo que cualquier sin necesidad de extensos conocimientos, podría decir: “Esta poesía es de Eduardo Carranza.

No en vano esta circunstancia es común a todo gran poeta: en la lírica colombiana actual, Carranza ocupa junto con el maestro León de Greiff, Germán Pardo García, Jorge Rojas y Aurelio Arturo el más eminente lugar. Paradójicamente la mayoría de los ataques que se le han hecho al poeta se basan en la discusión casi nunca impulsada por la buena fe crítica sobre la originalidad de ciertos elementos de su poesía. Con intención no muy transparente se ha tratado de aprovechar aquella zona de influencias o reminiscencias que lógicamente existen en toda obra juvenil, sin advertir, o advirtiéndolo, que aquella gracia primigenia, en ocasiones un tanto nebulosa y mágica de Carranza, se ha ido transformando en un estilo personalísimo. Sentimentalismo fino y depurado a veces aéreo como en los incomparables son actos de hace algunos años: Soneto insistente, Soneto con una salvedad, Soneto a la rosa.”

Producto de sus lecturas y de su amplio valor por la obra del español Juan Ramón Jiménez y de su texto Piedra y cielo, Eduardo Carranza y sus amigos crean el grupo literario Piedracielistas. El cual fue un movimiento de manifestación colombiana. Con el homónimo el grupo publicó unos cuadernillos de poesía, dirigidos por los poetas Jorge Rojas, Eduardo Carranza y Darío Samper que enfrentaban al Parnasianismo imperante y hegemónico de Guillermo Valencia. Carranza se lanzó pluma en ristre contra el maestro, en un texto titulado Bardolatría y creó un nuevo entusiasmo lírico nacional con imágenes tan sorprendentes como El arroyuelo azul en la cabeza, de la musa inspiradora de su más declamado soneto Teresa. 

Esta época fue muy importante ya que revolucionó la poesía colombiana. El texto agitó el entorno literario local que veneraba a Guillermo Valencia más como poeta, que como estadista y más por político que por poeta.

Los Parnasianos, eran una corriente artística conservadora y afrancesada en decadencia del sigo IXX, que valoraban el arte poético en sí mismo, la impersonalidad y el rechazo del compromiso social o político de éste. El arte no tenía que ser útil o virtuoso y su fin era únicamente crear belleza en la obra artística, que era autónoma a la realidad social y a la conciencia y personalidad de su autor. La fórmula era el “arte para el arte”, visto como forma y sin importar su contenido, al margen de los compromisos sociales, políticos e incluso individuales.

Su estética rehabilita el trabajo esmerado y minucioso del artista, que utiliza a menudo la metáfora de la escultura manierista para simbolizar la resistencia y la condición “sacra” de la “materia poética”, para elevar a la literatura a la condición de las artes plásticas. El parnasianismo era un movimiento posromántico y antítesis de éste, distante a su vez del Realismo literario por su carácter ensoñador e imaginativo y de un estilo dueño de una prosa clásica y selectiva. De allí que los parnasianos preconizaran una poesía alejada de los propios sentimientos y con temas que tuvieran que ver con el arte, temas de por sí sugerentes, bellos, exóticos, con una marcada preferencia por la antigüedad clásica, especialmente la griega y el lejano Oriente.

Los poetas Piedracelistas en contraposición de los Parnasianos, revindicaban la posición del hombre en su propio entorno emocional y físico. Ellos y sus versos alentaron la conciencia americana y a la necesidad de definir la tierra y su pueblo. Su aparición en la intelectualidad colombiana se revela como un grupo sin raíces, rebeldes frente al pensamiento tradicional, pero comprometidos con una cultura y sus costumbres. Así describe Jaime García Mafla la renovación y aportes de los Piedracielistas a la literatura colombiana:

“En primer término, una noción nueva de la creación, la gracia de crear poesía vista como vuelo y entrega. Ser creadores y únicamente ello, habitantes de su cielo, uno que va poblándose y en la más sutil forma, de sustancias ideales. Tras esta toma de posesión del acto creador, vino la relación con el poema, ahora convertido en un ser diferente que se revela. A partir de Piedra y Cielo el poema es el campo de acción en el cual están exclusivamente puestas en juego las facultades del poeta, el ejercicio tanto de su invención como de su visión, a la par que la palabra de arcilla se convierte en materia preciosa.”

Una diferencia fundamental de la poesía de Carranza es el constante dinamismo de sus elementos: el agua que corre y se funde con el mar, el sol abrazador que en sus cambios acompaña el final del día. Todo en su mundo versado es a la vez existencia en dinamismo y transformación. Un Heráclito poeta de la naturaleza. Es imposible estar bajo el mismo sol, cruzar el mismo rio o escuchar el canto de la misma ave.

Mas tarde, Eduardo Carranza se hace miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, director de la Biblioteca Nacional, consejero Cultural de la Embajada de Colombia en España, y diplomático en Chile, donde conoce a Pablo Neruda y al poeta chileno Vicente Huidobro.

Eduardo muere en 1985 en Bogotá y Harold Alvarado Tenorio, describe así la muerte del Poeta para la revista La dos orillas:

“Eduardo Carranza fallece en Bogotá el 13 de febrero de 1985, un mes después de que el Reino de España concediera el Premio Cervantes a Ernesto Sábato, presea a la que aspiraba el poeta desde la llegada al poder de Belisario Betancur, íntimo amigo de Felipe González. En octubre de 1984, Carranza había sufrido, en uno de los hotelitos que frecuentaba en La Moncloa, una suerte de apoplejía que terminó por llevarle a la muerte. Sus restos mortales fueron depositados en el cementerio de Sopó por el mismo presidente de la república y una comitiva de la que hicieron parte varios de los ministros del despacho, el jefe del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán, el expresidente Carlos Lleras Restrepo, la directora de Colcultura, Amparo Sinisterra de Carvajal, Gustavo Esguerra, Gobernador de Cundinamarca y un exalcalde de Bogotá”.

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