Por: Luis Fernando Escobar Ramírez
Abril 10/2020
El año anterior no pude recibir la visita de mis padres, el trajín laboral y el cambio de casa no nos permitiría atenderlos. Hoy había expectación por su regreso. Fuimos al aeropuerto a esperarlos. Los niños estaban ansiosos con la llegada de los abuelos, al igual que mi esposa. Cuando los vi llegar arrastrando sus maletas, mi corazón dio una campanada, miré al resto de mi familia y les observé cargados de alborozo, los niños brincaban y mi esposa les saludaba agitando la mano con vigor. El entusiasmo recorrió mi cuerpo, un leve temblor me cimbró. Hubo abrazos y besos, miles de preguntas surgían en ese momento y ellos aún bajo los efectos del largo viaje, no atinaban a dar respuesta a esa tromba de interrogantes. Los niños querían saberlo todo de una vez: ¿Era muy grande el avión? ¿Cuánto duró el viaje? ¿Qué nos trajeron? Yo solo les pregunte si se sentían cansados, y les propuse que al llegar a casa se dieran una ducha y podían recostarse un rato. Ellos me respondieron: Después de dos años, hay mucho de qué hablar, no queremos perder un solo momento, desempacamos y repartimos los regalos. Los niños brincaban alrededor de ellos como unos locos.
Una vez en casa, se admiraron al ver el sitio en que ahora vivíamos. No paraban con sus halagos. Hace dos años nuestra vivienda era un pequeño apartamento, con dos cuartos, ahora teníamos una casa con varias habitaciones, una gran cocina, un comedor amplio al igual que la sala. Rodeada por un jardín, donde podíamos tomar el sol y los niños jugar con los perros. Peluso y Bretaña, jugueteaban alrededor de los viejos, ladrando de contentura. Llevamos las maletas al cuarto donde se instalarían, nos felicitaron y los dejamos para que se organizaran. Cuando bajaron, venían cargados de regalos, había para todos y desempacarlos fue una fiesta. Los fueron entregando uno a uno, y los comentarios no se hacían esperar.
Los días pasaron como una estrella fugaz, el tiempo estaba en nuestra contra, quería que se detuviera, pero era inexorable. Mis padres tirados en el suelo jugando con los chicos, lanzando la pelota a los perros, creando cuentos que dejaba a los niños perplejos y pidiendo otro. No sé de dónde se los inventaban, pero eran inagotables, creados sobre el terreno, porque los que conocía yo desde niño se contaron en la primera sentada. Eso me trajo recuerdos, cuando con mis hermanos nos juntábamos alrededor de la mesa a comer y las historias se sucedían unas a otras, desde la voz de mi madre o la de mi padre. Me venían a la mente los cuentos que nos narraban en voz alta cuando nos íbamos a dormir. Todas las noches nos acompañó una historia y ahora siempre tengo un libro al lado de la cama y antes de acostarme les leo a mis hijos. Los ojos se me humedecieron con esos recuerdos, miré a mis padres, vi sus cabellos encanecidos, las arrugas en sus rostros, los admiré allí sentados en el suelo, como cuando éramos niños y eso solo, ¡valió el viaje!
Llegó el momento de la despedida, los niños pegados a sus manos, sin querer soltarlos, mi esposa pidiéndoles que volvieran el próximo año y yo en silencio; no quería que me traicionaran los sentimientos. Cuando el altavoz anunció la salida del vuelo, me abalancé a sus cuellos, les bese sus mejillas apretando mis labios como queriendo dejar en ellos la marca de sus rostros y de sus recuerdos. Los niños lloriquearon y mi esposa les dio un fuerte abrazo, pidiendo que se cuidaran y que los tendríamos de nuevo en casa el año entrante. Les di una copia de la foto que nos tomamos en el jardín en grupo y los perros saltando a nuestro alrededor. Les dije que la pondría en un sitio donde pudiera verla a cada momento. Ellos expresaron lo mismo. Nos volvimos a abrazar, todos en grupo, nosotros aferrados a su cintura y los niños a sus piernas. Finalmente se perdieron por el túnel que les conduciría a la sala de espera, los adioses se seguían unos a otros hasta que los perdimos de vista.
El tiempo pasó, convivimos con el recuerdo y las citas cada fin de semana por Skype, pero al año siguiente mis viejos no pudieron regresar, nos llegó la cuarentena. Eso me enseñó que la vida no hay que aplazarla, por más asuntos que lo ocupen a uno.