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CRÓNICA DE MI CUARENTENA

El 14 de marzo de 2020 asistí a un almuerzo con la familia de mi marido, fue un maravilloso encuentro, se habló del corona virus, de las difíciles circunstancias que estaban viviendo en Italia y España y de la medida de cuarentena de la que ya hablaba el gobernador de Antioquia. Aunque el virus era el tema principal, no imaginamos lo que significaba en nuestras vidas, en la economía del país; en el cambio que todos, incluida la tierra, estábamos teniendo. 

El domingo 15 nos fuimos Luis y yo a la casa de Andrés, nuestro hijo mayor, quien vive solo en una vereda del Carmen de Viboral. La casa es linda, pequeña y acogedora. La amuebló con muchos de los enseres que eran de mis padres y que en su ausencia se convirtieron en herencia. Es afortunado que esos muebles estén allí, me permiten recordarlos y sentir que la casa de mi hijo tiene algo que ver conmigo, con mi historia.

Las mañanas allí tienen el sonido de la naturaleza, y los atardeceres se aprecian más; aunque es posible que solo hasta ahora me haya percatado de esto. Pero lo más maravilloso es que tuvimos un reencuentro con nuestro hijo. Desde hacía doce años se había independizado, y aunque lo visitábamos algunos fines de semana, sentíamos que la convivencia era diferente. Durante este tiempo (que habíamos planeado que fuera por 10 días, pensando que todo se normalizaría pronto y que se prolongó por tres meses) hubo un maravilloso reacomodo y conocimiento de todos, pues hemos envejecido separados: él madurando, tomando su puesto en la vida, y nosotros cogiendo manías de las que seguro conversábamos en otro tiempo, pero no las habíamos vivido ni padecido. Así que por las nuevas circunstancias le tocó a mi hijo adulto, independiente y autónomo, reconocer de nuevo a sus padres y adaptarse de alguna manera a que habitáramos su espacio, a perder su biblioteca para convertirla en nuestra sala de cine, al ruido constante en su cocina que iniciaba desde antes de las cinco de la mañana con olor a café recién hecho; a sentir la televisión encendida hasta altas horas de la noche y a veces hasta la madrugada; a la insistencia de su padre pidiendo internet para que le funcionara el whatsApp de su teléfono en momentos en los que estaba trabajando y en reuniones.

Yo por mi lado confirmé la teoría del macho alfa, ese que toma las decisiones, manda y es obedecido. Sentí enfrentamientos sutiles entre ellos, en los que mi hijo, tremendamente irritado o molesto, se controlaba porque al fin de cuentas se manda por edad, dignidad y gobierno; y en  los que el padre, que jugaba de visitante, también  lo hacía, de ahí que ambos se esforzaban de la mejor manera para no incomodarse mutuamente.  

La comunicación con el mundo comenzó a ser a través de la tecnología; así, la celebración del día de la madre fue sui géneris y maravillosa: a la misma hora todos estábamos almorzando en nuestras respectivas casas (nosotros en la casa de nuestro hijo), y a través de teléfonos y computadores vimos y disfrutamos del menú de los otros. Fue muy interesante incursionar en la tecnología y reconocer el papel que durante la pandemia ha jugado, por lo menos a mí me obligó a conocer que es zoom, google meet; a pedir prestado un computador para hacer pagos o para disfrutar de reuniones virtuales con grupos de amigas donde compartimos un café o un vino. La tecnología también me obligó y permitió visitar museos desde la virtualidad al igual que recorrer países y teatros, ver espectáculos y asistir a cursos y congresos. 

Durante el tiempo que estuve en la casa de mi hijo, descubrí que vivir en el campo tiene ventajas: disfruté la domesticidad y cocinar volvió a ser un disfrute. Recordé las recetas de las abuelas y el reconocimiento, a través de los platos, de momentos que nos llevaron al pasado y que además soñaba con prepararlos y podía saborearlos desde que hacía la lista de mercado. Durante esos tres meses no tuvimos conciencia de la cuarentena, mas que por los medios de comunicación, y el miedo era casi inexistente. 

Pero el 16 de junio cuando regresamos a casa la percepción cambió, la verdad fue difícil. La ciudad inspiraba miedo, las medidas de seguridad oprimían: tapabocas para abrir la puerta, tapete con hipoclorito para desinfectar el calzado; alcohol y gel desinfectante a la entrada para desinfectar todo, desde las llaves, hasta sobres y, por supuesto, las manos, antes de correr a lavarlas con agua y jabón.

En la noche los sonidos de la ciudad se escuchan con más claridad, pero ya no eran los ruidos del tráfico o la rumba; otros nuevos se apoderaron del ambiente: personas pidiendo comida a gritos, la mujer que parecía borracha diciendo el mismo discurso de pobreza y desesperanza contra los ricos y el gobierno, haciéndonos sentir que éramos culpables de su situación; los muchachos que andando de a dos, tres o cuatro miran feo y murmuran entre ellos, y ni qué decir de la locura del día que iniciaba temprano, desde las 8:00 de la mañana con los vendedores de toda clase de frutas y verduras anunciándose con megáfono, y los maravillosos cuentos que van perdiendo originalidad a medida que trascurre el día. Uno siente que estorban, que influyen en la dinámica familiar e interrumpen cualquier conversación telefónica o conferencia virtual que estemos realizando.

Tener que ir a cualquier parte, es decir, salir de casa genera angustia, hace que nos preguntemos dónde y por dónde estará el virus. Pero esta vida moderna y tecnificada permite que todo se consiga a domicilio, entonces llega el mercado, y ahora inicia otra función: la de lavar y desinfectar, luego guardarlo con toda la técnica para que la verdura no quede húmeda y no se dañe tan rápido.  Surgen preguntas que uno nunca se imaginó hacerse: ¿ahora cómo lavo las moras?, si las pongo en agua con hipoclorito ¿quedarán con ese sabor? ¿y si se desjugan?  

La cuarentena me permitió volverme a ver, a hacer introspección y a recordar todo lo que había dicho sobre lo que haría estando vieja, lo importante de asumir la vejez con dignidad. El hecho de no poder salir, ni visitar las salas de belleza, me permitió hacer la transición del cabello teñido al canoso. Decisión que me llevó a sostener muchas conversaciones conmigo misma, y al final tener la fortaleza de asumirme vieja, canosa y agradecida con la vida; asumiendo que todo ha valido la pena y que HE VIVIDO.

Finalmente, la casa es la casa y también de ella se puede disfrutar, es el lugar de la intimidad, de las largas duchas, de estar en piyama, de viajar en el tiempo y recordar otros, de leer la prensa, revistas y hasta los libros viejos que hay que volver a ojear para ver si vale la pena releerlos o simplemente mirar lo subrayado; y recordar así por qué se leyó y que sensación dejó. También de enfrentar la lectura de “La divina comedia” de Dante que, dicho sea de paso, si no fuera porque la leo como tarea para no quedar mal con el grupo de lectura de la Biblioteca Piloto, hubiera desistido de hacerlo como me ocurrió 30 años atrás, cuando la visión que me proponía este libro era tan horrible que decidí vivir sin pensar en él. Pero en esta cuarentena descubrí que, sin la guía, ideas y discusiones del grupo, “La divina comedia” no hubiera sido tan maravillosa y enriquecedora; además que la reunión semanal era lo que me permitía ubicarme en el tiempo y espacio.

En medio de todo tengo la certeza de que no poder reunirme con las amigas, perder la vida social, no abrazar a los que amamos, ni hacer los ritos fúnebres y acompañar a nuestra gente en los momentos críticos, hace un hueco inmenso en nuestras vidas, porque no hay ni teléfono, ni computador que reemplace el abrazo y el contacto físico con el otro.

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