Nació en Medellín el 11 de agosto de 1924 y murió en la misma ciudad el 3 de abril de 1989. Poeta, por encima de todas las cosas. Aunque también escribió cuentos infantiles, teatro, incluso algo de periodismo de opinión, su mejor obra y la más abundante fue compuesta en verso. Por eso lo reconocen sus lectores y recibió premios en vida. Siempre al borde del estallido, con una mirada limpia y abierta al asombro del mundo, alternó la crítica social, el amor a la patria, el anhelo por la tierra y la exaltación del amor romántico.
La poesía de Carlos Castro Saavedra fue un grito de amor. Un grito que hoy, cien años después de su nacimiento, no pierde fuerza ni urgencia. También conocido como “El poeta de la paz” el escritor antioqueño dedicó su vida a exaltar los dolores y las esperanzas de su patria. En sus versos puso “la ternura al servicio de la inconformidad” y prestó su voz a todo un pueblo: campesinos, mineros, estudiantes y enamorados, sobre todo a enamorados.
Este lunes 12 de agosto la Biblioteca Pública Piloto prepara una serie de actividades para celebrar la generosidad y la inteligencia alegre de sus versos. La programación incluye la presentación de la antología Viaje a tu cuerpo y otros versos de amor de Castro Saavedra, editada por EAFIT y la BPP; lectura de poemas y taller de escritura creativa para reinterpretar los versos del poeta antioqueño.
Eternamente joven, rebelde y transparente, la voz de Carlos Castro Saavedra sigue provocando escalofríos. De él dijo alguna vez el poeta chileno Pablo Neruda: “Su poesía recorre de arriba abajo a su patria, es poesía de aire y de espesura, es poesía con lo que siempre les faltaba a los colombianos, porque existió siempre el riguroso mármol y el pétalo celeste, pero no estaba entre los materiales el pueblo, sus banderas, su sangre”.
“Carlos Castro Saavedra es el más grande poeta de Colombia y puede caber cómodamente entre los buenos de América”, escribió García Márquez alguna vez. “Es un hombre discreto y cordial, de una inteligencia alegre y dinámica y con esa misma comprensión, ese mismo espesor de buena humanidad que se evidencian en sus poemas”
Me llamo Carlos, Carlos Benjamín,
y soy de golondrinas y de barro.
al final de la vida tengo un carro,
una casa en el campo y un bluyín.
No soy doctor, tenor ni espadachín
y vivo lejos, lejos del cotarro,
peleando con la sed, con el catarro,
con la tristeza y con el aserrín.
Amo la vida, el pan, el cigarrillo,
y por la noche canto como un grillo
y dibujo pacientes animales.
Pienso que soy un poco de alegría,
de soledad, de terca poesía
y de efímeras cosas terrenales.
La Biblioteca Pública Piloto fue una casa para Carlos Castro Saavedra. El fondo editorial de la institución publicó algunos de sus poemarios más entrañables: Las jaulas abiertas (1982) y Jugando con el gato (1986). En 2002, en coedición con la Secretaría de Educación Municipal y el Concejo de Medellín, fueron publicados los libros Poesía, Elogio de los oficios, A los niños de Colombia y Escritos sobre literatura y arte (2002).
En 1988, la BPP le rindió homenaje al poeta cuando obtuvo el Premio a las Artes y las Letras de la Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, y cuando fue exaltado por el Gobierno de Colombia, como “Poeta de la nación”. Tan estrecha fue la relación que una de sus filiales lleva su nombre en honor a una imagen de sus poemas: el querido Tren de papel.
“Si uno solo de mis versos logra incorporarse, real y entrañablemente a la vida de todos, me doy por satisfecho”.
La paz es la madera trabajada sin miedo
En la carpintería y en el aserradero.
Es el negro que nunca se siente amenazado
Por un hermano blanco, o por un día claro.
Es el pan de los unos y de los otros también,
Y el derecho a ganarlo y a comerlo después.
Es la casa espaciosa, mundial, comunitaria,
Para alojar el cuerpo y refugiar el alma.
Es el camino lleno de pasos y de viajes
Hacia los horizontes que desbordan las aves.
Es el hombre que puede cultivar esperanzas
Y alcanzar las estrellas más dulces y más altas.
Es la patria sin límites, la patria universal
Y la gran convivencia con la tierra y el mar.
Es el sueño soñado sin sed y sin zozobras,
Las alegrías largas y las tristezas cortas.
Es Colombia sin tiros ni muertos en la espalda,
Cultivando sus montes y escribiendo una carta.
Es Colombia de barro, Colombia y mucho más:
Todo el mundo colmado de luz y de libertad.
Cuando se pueda andar por las aldeas
y los pueblos sin ángel de la guarda.
Cuando sean más claros los caminos
y brillen más las vidas que las armas.
Cuando los tejedores de sudarios
oigan llorar a Dios entre sus almas.
Cuando en el trigo nazcan amapolas
y nadie diga que la tierra sangra.
Cuando la sombra que hacen las banderas
sea una sombra honesta y no una charca.
Cuando la libertad entre a las casas
con el pan diario, con su hermosa carta.
Cuando la espada que usa la justicia
aunque desnuda se conserve casta.
Cuando reyes y siervos junto al fuego,
fuego sean de amor y de esperanza.
Cuando el vino excesivo se derrame
y entre las copas viudas se reparta.
Cuando el pueblo se encuentre y con sus manos
teja él mismo sus sueños y su manta.
Cuando de noche grupos de fusiles
no despierten al hijo con su habla.
Cuando al mirar la madre no se sienta
dolor en la mirada y en el alma.
Cuando en lugar de sangre por el campo
corran caballos, flores sobre el agua.
Cuando la paz recobre su paloma
y acudan los vecinos a mirarla.
Cuando el amor sacuda las cadenas
y le nazcan dos alas en la espalda.
Solo en aquella hora
podrá el hombre decir que tiene patria.
Creo en el hombre y amorosamente
rehago su esqueleto con mis manos,
y le pongo piel sobre los huesos
y le devuelvo todos sus veranos.
Creo en su boca y en sus dientes.
en la espuma de su saliva,
en las legumbres que se come
y en las manzanas que cultiva.
Creo en su amor, creo en su lucha.
Creo, por fin, en su futuro,
en sus días maduros y mayores,
en el oro de sus espigas
y en el cuero de sus tambores.
Es ejemplar la lucha de las islas,
el esfuerzo que hacen diariamente
para cerrar el paso al mar
y evitar que las olas
se lleven a los niños
en sus caballos blancos y mojados.
Siempre me parecieron laboriosas las islas
y hombres que las habitan
y los pájaros que las aman
y abren sus alas sobre las palmeras
y los embarcaderos.
Las islas hacen cosas
transparentes y frescas:
producen aves, elaboran viento
y soplan sobre el pan que sale de los hornos
y sobre los pescados
que mueren con la boca llena de dinamita.
Amenazadas siempre por la sal del océano
y la codicia de los tiburones,
pero tranquilas en sus tronos
de algodón y de arena.
Morirán los tambores,
perderán
su cuero y su sonido.
Sobre las escafandras de los buzos
crecerán las hormigas
y sus desfiles amarillos.
Los ojos de las flautas
se llenarán de insectos y de musgo
y las bocas de las trompetas
comerán tierra y alfalfares.
La ventana más alta
será alcanzada por el trueno
de las enredaderas,
que es silencioso pero agrieta
los muros y los vidrios.
Las monedas, Dios mío, las monedas
ocultarán su brillo
y serán sepultadas por los cascos
de los caballos y las cabras.
Tanto silencio, tanto
caerá sobre las orquestas,
los motores y los fusiles,
que podrán escucharse
hasta los dedos de los muertos
perdiendo sus anillos.
Entonces volveremos
a ser buenos amigos de los pájaros
y a conversar con ellos en los parques.
Habrá tiempo para sentir
el paso de la sangre por las venas
y de la lluvia por el puente
que separa al invierno del verano,
y al frío del calor.
Volveremos a ser humanos,
Dulces por dentro, tibios
Como los nidos y las cunas.
Es un sueño, es un día
que se parece al paraíso,
pero es hermoso imaginar
que los bosques ocupan las ciudades
y devuelven al hombre su inocencia.
Lo que pasa es que duermen
y su sueño es muy duro
y sus faenas digestivas no se pueden oír
porque están sepultadas
en una silenciosa y apretada materia.
Pero las piedras están vivas:
crecen como las aves y los búfalos,
aunque más lentamente,
y en vez de cumplir años cumplen siglos
antes de ser adultas
y tener forma de águila o serpiente,
de rostro humano o arrecife.
Las piedras andan, andan por el mundo
con sus mínimos pasos invisibles,
y llegan a la cima de los montes más altos
a sostener el cielo con sus hombros.
Un deseo constante de alegría;
una urgencia perenne de lamento
y el corazón, campana sobre el viento
estrenando badajos de elegía.
Morir mil veces en un solo día
y otras tantas quemar el pensamiento
en la resurrección, que es el tormento
de pensar en la próxima agonía.
Ver en pupilas de mujer un llanto
y sorprenderlo convertido en canto
al soñar en un niño que lo vierte.
Esto es amor, candela estremecida
empujando la noche de la vida
hacia la madrugada de la muerte.
Me gusta contemplar a la que amo
haciendo sus tareas cotidianas:
cortando el pan, abriendo las ventanas
y buscando la voz con que la llamo.
Sencillamente acude a mi reclamo
y pasa de mis páginas humanas
a lavar en un río de campanas
la camisa del hijo, como un ramo
de tiznadas palomas. Barre canta
y en sus ojos el día se levanta
con sus torres doradas y sus montes.
Parece que ella sola, con sus manos,
diariamente fabrica los veranos,
las golondrinas y los horizontes.
Inés digo y mi boca se convierte en azúcar
de manzana partida por la luz del verano.
Decir esta palabra es como adivinar
que está cantando un pájaro
[en un árbol lejano.
Inés digo y mi labio se convierte en abierta
flor de pétalos dulces contra la madrugada.
Decir esta palabra es soñar que está muerta
la tarde en el abismo de la noche estrellada.
Inés digo y parece que mi voz se quedara
temblando entre las redes impalpables
[de un beso.
Decir esta palabra es como si lograra
detener en el aire la música de un rezo.
Cuando yo digo Inés olvido los agravios
y de claros panales y canciones me acuerdo.
Decir esta palabra es apretar los labios
para intentar el acto de besar un recuerdo.
Alzar las manos puras para decir Inés
es caer en la sombra de un árbol florecido.
Decir Inés, siquiera por una sola vez,
es sentir en la rama del corazón un nido.
Carlos Castro Saavedra, nacido el 10 de agosto de 1924 en Medellín, es recordado como “El poeta de la paz”. A lo largo de más de cuarenta años de carrera literaria, exploró una amplia gama de géneros, desde la poesía y la prosa, hasta la novela, el teatro, la literatura infantil y el periodismo. Su obra es una profunda reflexión sobre la realidad nacional, siempre con un constante llamado a la paz y la esperanza.
Desde la publicación de su primer libro Fusiles y luceros en 1946, Castro Saavedra se entregó incansablemente a la literatura, dejando un legado de 34 volúmenes entre poesía, prosa y teatro. Con un lenguaje claro logró acercar la poesía a un público amplio, convirtiéndose en una voz significativa de la literatura colombiana.
El poeta encontró su inspiración en la realidad social de nuestro país, buscando crear una literatura que resonara con los problemas y sueños de su tierra. Su amor por la patria se refleja en sus versos, que no solo denuncian la violencia y la injusticia, sino que también son un canto de esperanza. Para Castro Saavedra, amar a la nación significaba oponerse firmemente a la violencia, y su obra aspiraba a un nuevo horizonte de humanidad y paz.
Entre sus contribuciones más notables se encuentran sus escritos para niños, siempre impregnados de una ética que promovía el respeto por la vida, la naturaleza y el amor a la patria. Como dramaturgo, nos dejó obras como Historia de un jaulero (1960) y El trapecista de vestido rojo. Además, escribió 80 cuentos infantiles.
Al igual que Gregorio Gutiérrez González, Castro Saavedra centró sus pensamientos en el hombre del campo antioqueño, conectando lo local con lo universal. Su poema Camino de la Patria es un testimonio de su profundo humanismo y sensibilidad ante la realidad que lo rodeaba. A través de sus escritos, transformó el dolor causado por la violencia en su patria, en un símbolo de paz y justicia. Su obra, marcada por una crítica profunda al orden social y una gran sensibilidad por su entorno, sigue resonando como un grito de justicia y un llamado a un mundo más justo y pacífico.
En la década de los setenta, fue director de Extensión Cultural de la Universidad de Antioquia, y durante la dictadura de Rojas Pinilla, buscó asilo en Chile. En 1948, junto a figuras como Manuel Mejía Vallejo, Fernando González, Pedro Nel Gómez y Alberto Aguirre, fundó la Casa de la Cultura de Medellín.
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