Habían pasado 79 días con sus noches. Después de los primeros 10 días, Ignacio decidió no contar más. El tiempo transcurría entre serenatas no deseadas, ofertas a viva voz de productos que jamás compraría, gritos desgarradores que pedían una moneda o algo de comer, periódicos con titulares sin ninguna novedad y despertares donde no congeniaba realidad y ficción. La gente que tenía una casa o un apartamento se había encerrado en ellos. Para los demás, su suerte estaba echada.
Las calles que recorría a diario para comprar buñuelos, hacer vueltas o encontrarse con amigos, estaban vacías. Un extraño sentimiento de consuelo lo invadía al saber que un número incontable de ciudades, estaban experimentando el mismo estado de soledad que él presenciaba desde su balcón. Se cuestionaba sobre esta sensación de serenidad, producto de sentirse acompañado por el resto del mundo; era una especie de incertidumbre colectiva que aprovechaba para bajar sus grados de ansiedad. Desconocía hasta qué punto estos pensamientos serían a largo plazo peligrosos y decepcionantes; le atemorizaba profundamente la idea de que otros pudieran salir libremente antes que él.
Desde su balcón, días atrás, la vida pasaba, sonreía y saludaba, atiborraba de sentimientos, se consumía y renacía. De un momento para otro, su relación con el mundo se limitaba a esperar con ansias la fecha en que le permitían salir. Al principio se confundía entre el número de cédula y el día asignado, no era permitido apegarse a él porque lo rotaban semanalmente. Asumía en silencio la alegría y la ansiedad que le producía cruzar el umbral de su casa y salir a la calle, por esto y para que nada fallara, pegaba papelitos en la nevera y en su escritorio recordando la fecha del permiso para salir. Desde la noche anterior preparaba lo que se pondría la mañana siguiente y organizaba con minuciosidad cada detalle. Sentía que muchas cosas estaban en juego y por esto todo debía funcionar perfectamente: lista de mercado y medicamentos, tarjetas, retirar dinero y pagar facturas; el lujo de olvidar algo no estaba contemplado en sus planes. A regañadientes se repetía la idea de que saludar, conversar, sentarse en un café o dar un beso, eran actividades prohibidas, el otro se había convertido en el principal enemigo. Ignacio había llegado a una edad en la que ya no quería entender muchas cosas, y estas nuevas situaciones aumentaron la lista con creces.
A pesar de todo esto, él no paraba de sonreír o hacer muecas debajo del tapabocas, se negaba a vivir únicamente de miradas. Nunca dejó de hablar solo, presentía que a su sombra le costaría más escucharlo con este nuevo artilugio que tapaba su boca, no obstante, continuaba con sus diálogos intensos. Habían pasado muchos días y con ellos sentía que la vida había dejado de ser lo que era: su tiempo se redujo a mirar desde el balcón, a contar los transeúntes, a poner faltas a los vendedores de aguacates o mandarinas el día que no pasaban por su casa, y a escaparse en la lectura de algún libro en el cual a veces le costaba concentrarse. Llegó a sentirse como animal de circo en decadencia, flor muerta que no retiran de un florero o color en desuso. El peso del agotamiento, la indignación y el hastío era cada vez mayor. Sentimientos compartidos por muchos, lo cual, en el fondo, volvía a despertar en él esa sensación de acompañamiento colectivo, que se hizo más peligrosa cuando empezó a ver en los noticieros, lleno de celos, calles atiborradas de gente con más suerte que la suya.
Un día no permitido decidió salir. Se arregló de inmediato sin mucha preparación, se puso un sweater cuello de tortuga, se peinó, cogió la billetera, las llaves y salió de casa. No se percató del calor infernal que hacía en la calle. Sus ansias y un impulso desmedido por estar afuera habían nublado en Ignacio la capacidad de razonamiento y meditación de la situación. Como un preso escapándose, esperó a que pasara el que vendía los bananos y salió a escondidas. Caminó rápido por calles no habituales, por ellas prácticamente nadie lo conocía, así que no podrían descubrirlo. Conversaba consigo mismo y no supo de quién huía, sin embargo, se sintió más seguro de esta manera. Recorrió el barrio, escuchó música en los balcones, olió las ollas que cocinaban el almuerzo de otras familias y por fin llegó a su destino. Allí, hábilmente sacó su cédula y con ella pensó en un rosario de disculpas, ingeniadas en muchos días de aburrimiento desde su balcón. Sin previo aviso le tomaron la temperatura, en ese momento hubo un grito que no ensordeció a nadie, solo a Ignacio y a su mundo: “38,5, el caballero tiene fiebre”. Ignacio se paralizó y no supo qué hacer, fue aislado de la fila, rechazado ante cualquier indicio de querer entrar y discretamente retirado del lugar.
Más tarde desde su balcón, sin fiebre, “porque uno sabe cómo se siente eso en el cuerpo”, se repetía a sí mismo, Ignacio tomó algunas decisiones: nunca más ponerse un sweater cuello de tortuga cuando el asfalto se derrite, evitar cualquier impulso de animal libre por querer salir de forma descontrolada, y continuar observando la vida desde un palco de honor: su balcón. Le restaba disfrutar por muchos más días de las coreografías de los personajes, del cambio de escenografía y de las serenatas como bandas sonoras cambiantes; la boleta estaba comprada y no había devolución. Por experiencia, Ignacio sabía que era preferible discutir poco o nada con la realidad, nunca se ganaba. Lo consolaba de nuevo asegurarse con cierta discreción que, en más partes del mundo, estaba sucediendo lo mismo. No dudaba que había balcones y ventanas con personas como él. En este momento la idea de compañía colectiva volvió a calmar su ansiedad. Ignacio abrió el libro de turno y continuó leyendo.