Muy pocas personas pudieron elegir libremente con quien querían pasar la cuarentena, ese espacio de tiempo que congeló nuestra existencia y puso a prueba nuestra capacidad de resistencia y de inventiva.
Yo tampoco tuve esa oportunidad. Sin embargo cuando me di cuenta que tendría que pasarlo con ella, pensé que era la mejor de todas las opciones. La conocía de toda la vida, nos entendíamos muy bien (o al menos, eso pensaba en ese momento), teníamos los mismos gustos y aficiones y jamás habíamos tenido la más mínima diferencia. ¿Qué más podía pedir? Era la mejor compañía para esta inesperada aventura.
Y efectivamente en un principio todo fue de maravilla, cada mañana despertaba de buen humor y siempre había una sonrisa en su rostro cuando me la encontraba. Pasábamos todo el tiempo juntas y planeábamos todo tipo de actividades en común: cocinar, hacer ejercicio y hasta lecturas compartidas que disfrutábamos mucho.
Pasadas las dos primeras semanas el cansancio empezó a sentirse, sin embargo procurábamos tener la mejor disposición y nos alentábamos mutuamente para no desfallecer de tedio.
Por esos días me di cuenta de algunas manías en ella que jamás había advertido, de pronto se quedaba callada sin razón aparente y podía permanecer muda horas enteras, sin responder siquiera a la más trivial de las preguntas. Supuse que era efecto de la situación anormal por la que estábamos atravesando, pero por más que tratara de animarla todo parecía inútil, y tuve que limitarme a esperar a que retornara a su estado de ánimo afable y optimista que era el acostumbrado.
Recuerdo una mañana que nos disponíamos a desayunar, por lo general lo hacíamos en la cocina mientras escuchábamos y comentábamos las noticias de la radio degustando nuestro menú preferido para el desayuno: fruta, café y cereal. Pero aquel día todo fue diferente. No quiso comer nada y me pidió que apagara la radio porque ya estaba cansada de escuchar las mismas noticias todos los días. Por aquella época el 90% del noticiero giraba alrededor de la causa que nos tenía en cuarentena, es decir, un virus desconocido que tenía en jaque a los científicos de todo el mundo y en confinamiento a la humanidad entera.
¿Qué estaba pasando?
Ahora me parecía estar con otra persona totalmente desconocida para mí. Ya nunca sonreía y su aspecto lucía cada día más descuidado. Intenté indagar qué estaba pasando, pero me evitaba todo el tiempo y no respondía a mis preguntas.
Finalmente, un día se atrevió a mirarme de frente y observándome fijamente me preguntó:
– ¿Quién eres?
Me quedé paralizada, no supe qué responderle. Al cabo de un momento le dije:
– Pensé que tú lo sabías…
– Yo también lo pensé, pero ahora no lo sé.
Cerré mis ojos con fuerza para no verla y empecé a sentir la necesidad de deshacerme de ella, ya no podía soportarla más, su compañía ahora era una carga para mí y su pregunta empezó a atormentarme todo el tiempo. Tenía que darle una respuesta pero… yo tampoco sabía.
Pasaron varios días durante los cuales no volví a verla, evitaba los lugares donde podía encontrármela y permanecía mucho tiempo en la cama simulando dormir mientras seguía dándole vueltas a su pregunta.
Una noche desperté con la respuesta. Estaba aterrada. ¿Cómo no me había dado cuenta?
Sabía lo que tenía que hacer. Me levanté con sigilo y me dirigí al cuarto trasero donde guardo las pocas herramientas que tengo, para tomar un martillo.
Regresé lentamente y me dirigí al lugar donde sabía que la encontraría.
Aunque estaba muy oscuro la reconocí de inmediato, ahora me sonreía pero con una sonrisa irónica que nunca le había visto.
– ¿Ya lo sabes? —me preguntó.
– Ya lo sé —respondí mirándola a los ojos.
– Yo soy Tú —dije, a la vez que dejaba caer sobre ella el pesado martillo de hierro que traía en mis manos.
Al día siguiente me sentí feliz y tranquila, al fin había recuperado mi identidad. Y mientras descolgaba todos los espejos que tenía en mi casa, pensaba en la gran sabiduría de aquel adagio popular: “Más vale solo que mal acompañado”.