Medellín, 14 de abril de 2020
Mauricio Bedoya
Taller de Escritores
Luego de la gran desinfección han llegado por los cadáveres y, ante la aparición de ruidos en la entrada al edificio, Garras se esconde en una habitación hasta hacerse imperceptible. El temor en su cuerpo acumulado de generación en generación es superior a querer permanecer junto a los tres humanos. Su corazón es un pequeño tambor en furia. La noche se derrama por la ciudad desde el oriente y en su descenso aúlla con frío. Poco después de la medianoche la gata abandona su escondite y se dirige agazapada hacia la sala. El olor de la muerte que ha grabado horas antes en su cerebro la adhiere al piso de cemento rojo.
Mañana
Despertó con hambre y sed. Fue hasta el sitio donde estaban servidos el cuido y el agua. Había restos de ambos, comió y bebió, no mucho. En medio de un cielo pálido se colaban cilindros dorados que reclamaban ser día. Al mismo tiempo se escucharon los bramidos de las máquinas que venían a demoler tan rápido como fuera los edificios del barrio.
La gata sentía cada vez más cerca el trepidar de botas y voces, ninguna conocida. Con las orejas erguidas, los ojos como anillos de oro y el cuello estirado, intentaba descubrir a través del vidrio de la ventana la novedad de los ruidos.
Media mañana
Los hombres entran al apartamento y Garras sale de allí como una sombra parda y silenciosa. Corre de un lado para el otro y da brincos esquivando brazos, piernas, pedradas y tablazos; toda forma de vida es un riesgo de contagio. Encuentra un arbusto obeso que parece la copa de un árbol sin tronco, nadie puede verla, y desde el ropaje de las ramas observa.
Mediodía
Con sus ojos entrecerrados olfatea el aire que pasa por las rendijas del arbusto, aunque no reconoce nada. El último olor que ha grabado en su cerebro está en el interior del edificio al que observa, pero el miedo inexplicable transferido en su memoria durante años de evolución la paraliza.
Tarde
Se asoman las máquinas que demolerán el edificio. Como una mantis religiosa de acero las tenazas de la máquina desarman el techo. La gata sigue inmóvil. Cuando el cuarto piso queda al destape, los brazos mecánicos gigantes golpean rabiosamente los muros y losas que sucumben y se entregan a la caída.
El miedo a los ruidos ocasionados por los golpes le puede y sale del arbusto obeso en una carrera hermosa, se aleja entre trotes y saltos hasta que el edificio es una montaña de escombros. En el sitio al que ha llegado siente que puede descansar, y desde allí observa lo que fue su casa.
Ocaso
Vestidas de gris y bermejo las nubes pintan un cielo apocalíptico. Sin sol, sus ojos abiertos se ven como dos bombillas diminutas que delatan su escondite, localizada, se convierte en blanco. El fogonazo es un dragón sonoro que rompe el aire; sin intentar esquivar porque no sabe de disparos, pero atendiendo a su temor milenario, los resortes magníficos de su cuerpo se estiran para dar el salto cuando un puño la sacude hacia atrás y la vuelca sobre sí misma. Huye por entre un reguero de arbustos. El maullar grave y gangoso no es detectado más que por ella misma. El vientre se moja rápidamente por el líquido caliente que la abandona. Ahora camina, alza su cabeza y busca un olor que puede estar en el aire, necesita de una minúscula señal para encaminar su aliento.
Noche
Avanza lentamente, acabando sus fuerzas con cada paso que da. Todavía no sabe por qué se le va la vida. Aunque aún le quedan gotas de aliento para caminar unos cuantos metros más, prefiere detenerse en posición de esfinge, entrecierra los ojos, abre su boca en una leve carcajada muda y se tumba suavemente. Se encorva posando su nariz sobre los trozos de un tapete rojo de cemento, allí se funde con el último olor que grabó y luego siente caricias que pasan por su lomo: una brisa que asciende liviana y tibia hacia las laderas de la ciudad, mueve los pelitos del felino como si fueran olas de un pastizal abatido.