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UNA CUARENTENA

Por: Norha Mendieta
Taller de literatura para adultos mayores
Jueves 2:00 pm

Ya no sé cuántos días llevo sin salir a la calle. Un virus nos tiene encerrados. A nosotros, a ustedes y a ellos. Parece ficción eso de que un microorganismo nos tenga escondidos, alejados de todos, sin podernos dar un abrazo o un beso. 

Pedro y yo vivimos en el quinto piso de una unidad residencial silenciosa, pero ahora el silencio es mayor. Es posible que el poco movimiento en las calles le haya dado un respiro a la naturaleza. Ahora oigo los pajaritos todo el día y el parloteo de una lora que debe haber en algún apartamento. El sonido de una sirena, de vez en cuando, me regresa a la realidad.

En la mañana, poco a poco, se van abriendo las ventanas de las salas y se van cerrando las celosías de las cocinas. Al mediodía se inicia el rumor de las personas en sus casas, me imagino que el hambre y la costumbre de almorzar, concentra los movimientos. Las ollas a presión sacan sus vapores, los cucharones golpean los platos y las licuadoras se turnan en los distintos apartamentos. Hablan hombres y mujeres, pero no se entiende su lenguaje. Solo sé que son conversaciones. Me imagino que muchas de ellas se derivan de los comentarios del noticiero del mediodía. Cuántos contagiados en Colombia, en Ecuador, en Brasil… Cuántos muertos en España, en Italia, en Estados Unidos…Un niño del tercer piso del bloque del frente que lloraba todas las mañanas, ahora ya no llora solo lo oigo gritar a veces ¡Mamáááá! Y una voz de mujer ¡Ya voy mi amor!

Como ahora me levanto tarde nos desayunamos tarde y almorzamos tarde. Cuando en los demás apartamentos están almorzando yo apenas estoy pensando en qué preparar. Abro la nevera, miro que quedó de ayer para gastarlo hoy mientras saboreamos un tintico. Ya está. Una crema de espinacas con brócoli y un par de papas criollas para que espese un poco. Un cubito de caldo Knorr me ayuda con el sabor y así no tengo que preparar una serie de aliños como hacía mi mamá.

Qué tal una torta de verduras. Perfecto. Unas tajadas de pan de molde, sin bordes, remojadas en leche. Tres huevos, mantequilla, queso costeño, pedacitos de jamón y de tocineta. El pollo desmenuzado que nos sobró de la causa peruana que preparó Pedro ayer. Zanahoria cocinada en cuadritos, habichuela y unos cuantos trozos pequeños de brócoli. La alverja se me acabó ayer y hoy no podemos salir a comprar porque el número final de nuestra cédula no nos lo permite.  

Un molde refractario pequeño rectangular engrasado con mantequilla recibe toda la mezcla y 350 grados durante media hora compacta nuestro almuerzo.

Hace unos días colgaba el celular en una bolsita y me ponía los auriculares para oír algún programa o conferencia mientras cocinaba. Ahora no. Prefiero concentrarme en lo que estoy preparando. Barrer o sacudir el polvo de los muebles son actividades más rutinarias que si me permiten poner atención a lo que oigo.

A la sopa y a la torta les falta el jugo. Pedro preparó un combinado de piña, manzana verde y pepino. Le quedó delicioso. Mientras se termina lo demás lo pongo en el congelador para que se enfríe bien.

Mientras el horno indica que completó el tiempo puse unas cuantas tajadas de plátano maduro en la olla freidora de aire; de todas maneras, les doy una pasadita de aceite. Las tajadas no son necesarias, pero me encantan. Aprovecho también para terminar de leer los temas que salieron ayer en la revista Generación.

Almorzamos mientras el silencio del ambiente nos hace pensar que nuestros vecinos están haciendo la siesta. El tinto con chocolatina da por terminada nuestra jornada de la mañana. Mientras recojo los platos y los llevo a la cocina Pedro dice «Déjame todo ahí que yo lo lavo» y como sabe que no me gusta ver el desorden, los lava rápido mientras yo le doy el toque final de limpieza a la cocina. 

La tarde es otra cosa muy distinta. Pedro se dedica a ver películas en T.V. o información en las redes sociales. Yo me voy a la habitación en donde tengo el escritorio y el portátil. Llevo mis libros y empiezo la actividad más placentera para mí: escribir. La ventana abierta permite la entrada del aire suave que refresca mis pensamientos; una palmera de abanico alta es la única compañía que tiene este cielo azul que se ha renovado con la poca actividad que hay en las calles.

Muchas veces debo leer documentos o realizar búsquedas en internet para completar el tema del que estoy escribiendo. Una visita al Museo del Prado, que realiza uno de los personajes de mi novela, me llevó a ver varios documentales acerca del cuidado de todas las obras de arte durante la Guerra Civil española. Finalmente, en redactar unos cuantos párrafos y en la revisión de lo que escribí ayer, invertí unas cuantas horas que no sentí su paso.

A las siete de la noche empieza el noticiero. Me parece importante ver los titulares para saber si se justifica invertir una hora en él. Me doy cuenta de que son las ocho de la noche porque empiezo a oír pitos y aplausos en todos los apartamentos. Es el agradecimiento que se les demuestra a todas las personas que están trabajando para que los demás podamos estar en este aislamiento preventivo. Unas cuantas muchachas cantan una canción compuesta por Lucía Gil que se ha vuelto, de alguna manera un himno:

…Pero son las 8 y has salido a aplaudir a tu ventana
Me dan ganas de llorar
Al vernos desde lejos tan unidos, empujando al mismo sitio
Solo queda un poco más
Volveremos a juntarnos, volveremos a brindar
Un café queda pendiente en nuestro bar
Romperemos ese metro de distancia entre tú y yo
Ya no habrá una pantalla entre los dos
Luego, otra vez el silencio.

Más tarde ver una película o un episodio de una serie de Netflix es una buena disculpa para tomarnos una copita de vino y unas papitas. Así pasamos un par de horas para que luego el baño nos relaje para acostarnos. Leer un rato en la cama mientras Pedro hace un par de crucigramas es la forma más serena de conciliar un buen sueño y pensar que ya pasó otro día y que la canción del Dúo Dinámico nos motiva:

Resistiré, erguido frente a todo
Me volveré de hierro para endurecer la piel
Y aunque los vientos de la vida soplen fuerte
Soy como el junco que se dobla
Pero siempre sigue en pie

Este cambio que ha tenido mi vida es relativamente agradable, pero no puedo dejar de pensar en tantas otras personas que viven circunstancias muy distintas. Los conflictos familiares que surgen por la convivencia diaria obligatoria; los problemas económicos por la falta de trabajo. ¿Qué hará el señor que diariamente barre una calle y que los que pasamos por allí le agradecemos con unas cuantas monedas? ¿Mi peluquera que con tanto gusto mejora la apariencia de sus clientes? ¿Los dueños o administradores de los locales comerciales que han tenido que cerrar? ¿Los maestros que no tienen contratos anuales? ¿Los vendedores ambulantes que por no haber conseguido un empleo estable han tenido que recorrer las calles ofreciendo algún producto? 

Toda esta tragedia nos tiene que servir para pensar. Para darle un vuelco a los valores. Para contribuir al bienestar de nuestro entorno. No podemos seguir malgastando nuestro tiempo ni nuestros bienes ni nuestros sentimientos. 

Tenemos que vivir bien y disfrutar de nuestra vida.

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